Ilva está apoyada de espaldas en el marco de la ventana, con el sol alto

y la extensión enorme del campo que llena el horizonte que cabe entre

los puntos cardinales. Lleva un cuello de vestir, blanco y fruncido, con una

cinta negra de corbata.

La sombra es muy densa sobre las paredes, pero Ilva es muy luminosa de

piel y de pelo y de vestido.

Tal vez lava su esqueleto cada día, y vigila a Júpiter, y lucha por la justicia con

la nuca, y siente –desde la distancia- cómo navega el agua en los océanos,

y acepta a las cabras y sus crías, y se alimenta, y se iguala, y se cumple, y vive.

El viento no sopla sobre la hierba y se siente el calor en el calor de Ilva, que está

disciplinada, educada en el sufrimiento. Tal vez aguarda, entre la sombra y la madera,

entre la oscuridad y la ventana abierta, a que la tarde caiga, ya sin colores, sobre la

hierba, a que cunda el aire de respirar, y la noche abra sus infinitas bodegas.

Tal vez espera esa visita, esa noticia, esas campanadas, ese cuerpo entre los brazos

que tantas veces se esperan.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


 

 

 

 

 

 

 

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