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Con el vestido caído como una carcasa, podemos ver que Laetitia tiene dos mitades
disímiles, como una hermosísima centáuride: la mujer hembra blanca de piel y dulce
de mirada, clásica de altillos y de áticos, y la yegua negrísima de cuartos traseros,
con los negros cascos de los zapatos de tacón.
Mitologías aparte, esta fusión, esta reunión de Laetitia con su vestido, tal vez nos hace
ver lo que sabíamos o sospechábamos –desde la pura inocencia -: que ella, ellas, la
mujer, las mujeres, son la mitad vestido, el vestido es su mitad, quizá a partes iguales,
aunque hay mujeres que son más vestido que mujer, del mismo modo que hay mujeres
que son más centáurides que mujeres: van subidas, montadas en el caballo de sí mismas,
siempre, siempre.
Las mujeres, al enfundarse el vestido, se arropan y también se agregan la centáuride,
esa extraña simbiosis que las beneficia a las dos, ay. Con Laetitia no sabemos si, al
ponerse el vestido negro, se viste más de ella misma o de centáuride.
‘Qué hermosas son las centáurides, todas brillan como yeguas al sol. Hay centáurides
blancas que crecen de yeguas negras: la oposición de colores produce una criatura
unida de gran belleza’ –dijo el poeta. Ay, Laetitia.
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