A Abbey le gusta el destello, el destino de la velocidad.

No sólo de la velocidad encima o dentro de un vehículo, sino sobre todo de la velocidad

absoluta, pura, de la pura velocidad, que se dice que es el único placer nuevo de los

últimos siglos.

Cuando uno se baja de la velocidad, más bien se cae, se encuentra caído en la realidad

sórdida, sucia y mostrenca, sin la marcha cósmica que la velocidad mete en el alma,

que viene a ser similar a la marcha del amor cuando el amor es una velocidad compartida,

con olor a combustible quemado y a gasolina en el viento.

O se está en la velocidad, dentro de la velocidad, o se está esperando; matando el tiempo;

consumiendo cosas, gentes, comida, novedad, conductas, todo lo que se deja consumir.

Tal vez la velocidad es una actitud, una forma de estar en el mundo y en la vida y en la vida

de los demás: sólo desde dentro de la velocidad se perciben las cosas como realmente son,

el ritmo de la verdad es veloz, y todo lo demás es la chatarra de la realidad, el tedio de la vida,

lo que hay que aguantar hasta que uno se sube de nuevo a la velocidad y le da al acelerador.

 

 

 

 

 

 


 

 

 

 

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