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Julia está apoyada en una rulot, en una caravana, cruzada de brazos y mirando
al horizonte, lo que casi siempre viene a ser una manera de mirar al propio horizonte,
a esa línea confusa en la que nos acabamos por dentro y que a veces es la corriente
incolora de la conciencia o la imagen mental de la vida en bruto, en grueso, en gordo
o el límite en el que empezaríamos a pensar de verdad si lo alcanzáramos pero, como
el horizonte, es inalcanzable.
Julia va guapa de vestido negro y carne con topos negros, pero algún enemigo le ha
prestado las medias cortas, por debajo de la rodilla y con elástico de sujeción más oscuro.
Mira al horizonte tal vez arrastrando recelos largos, círculos viciosos, neuronas enfermas
o heridas de amor; hurgándose con la punta de la lengua esa llaguita del paladar que se
le curaría enseguida si dejara de irritársela una y otra vez con la punta de la lengua,
pero no quiere dejar de hurgársela porque no quiere que se le cure, necesita sentirla ahí,
molesta, y hablar con ella insultándola: así no está sola porque la llaga la acompaña.
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