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La pasarela automatiza, mecaniza, enfría a las hermosas mujeres que la recorren
con la cara borrada de expresión, como bellísimas zombis recién embalsamadas
en los almacenes traseros adonde vuelven enseguida después de desfilar con elegante
y fría eficacia.
A Martha le sienta bien la cosmética extrema que le tensa el cabello y se lo fija al cráneo
con cruel precisión; le sienta bien la caída cadavérica de brazos a lo largo del cuerpo esbelto
y las facciones perfiladas con milimétrico perfeccionismo, mientras dice, se dice: ‘esta es mi
inmensidad formalizada, este es mi grato peso de mujer humana con trazas de pájaro, este
es mi esqueleto íntimo de huesos directos e indirectos’.
Martha deambula seria, con sus estaturas simultáneas y su enorme código de barras, recién
resucitada, con su cara de padre y sus pasos aún de otra vida. Sin sonreír con los labios de su
boca, se pasea por el run, telúrica y muy triangulada, con un vestido de sencillez egipcia y
de felpa metálica, azulado de linternas mágicas.
No sé si querer reproducirse es sólo un sentimiento o algo más complejo, más compuesto,
con religión, con campo y con patitos. ‘Chocaría con su alma, sobándole el destino con la mano
y me quedaría mirando a su materia’ –dijo el poeta.
Me gustan sus manos enrojecidas y los tirantes anchos como los del delantal de un carnicero
y las sombras de las sienes: como si hubiese hecho algún daño o tuviera cerrada alguna ventana.
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