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Delante de su sonrisa no cabe nadie, ni a los lados de su sonrisa cabe nadie, y detrás
de su sonrisa apenas cabe ella, Alexa, si contiene la respiración y se olvida de sí misma.
Tiene una sonrisa enorme, completa, quizá demasiado intensa, que le pone la mirada convergente
y le abre las aletas de la nariz, amenazando con desmontarle la cara.
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Alexa tiene una sonrisa que es como un pan interminable, una cosa con muchas vidas que,
si se expandiera de pronto de sol a sol, nos blanquearía con la pureza de los animales, o nos
llovería con el agua nocturna que ha de lavarnos los ojos, algún día.
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Lo de Alexa es un asunto unánime; con su gesto de brazo extendido nos dice ‘pasen y vean’,
nos dice ‘bienvenidos’, pero ya nos hemos caído dentro de su sonrisa y flotamos sonrisa adentro
a la deriva, libres de la fuerza de la gravedad, estúpidos o estupefactos como si voláramos por el cielo.
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Su sonrisa tiene cinco entradas y ninguna salida, y de pronto estamos muertos o nos queremos morir,
de pronto sólo queremos esa dulce eternidad de quedarnos muertos entre los faldones de su sonrisa;
que, para nosotros, todo se acabe en su sonrisa y que siga sin nosotros la tonta evolución de las especies
y el mundo de mierda y la vida que, sin ella, no queremos para nada.
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Desfilamos hacia Alexa con la pena minúscula de perder nuestra querida tos, nuestras ojeras,
el placer auxiliar de ser nosotros y la costumbre larga de criar gallinas negras.
Desfilamos hacia ella con nuestras cruces de repuesto, quizá enamorados, definitivamente alegres,
como cuando en la escuela sonaba la hora del recreo.
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