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Viene a darme igual que sea ella o que sea yo quien esté metido en la pecera bonita de color
y limpia de cristales, con un agua que parece un aire diáfano, casi verde.
En realidad –por decirlo así-, podría pasarme muchos días, muchos días y muchos meses
con este juego, aunque después su imagen obligara a mi memoria a la hora de la siesta del
mediodía y perturbara mi sueño de medianoche.
Natalia apoya la mano contra el cristal de la pecera, y tiene una expresión de intensa curiosidad,
como si nunca hubiera visto a un ser humano —o a un pez—, o como si solamente los hubiese
visto en breve mirada, sin observación ni cierta demora.
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Apostaría a que es ella la que no conoce el tiempo, la que no sabe ponerse los pantalones,
la que canta aspirando, como si se ahogara. Tiene que escucharme en bloque, pero no con
los oídos de las orejas, sino con los pámpanos occipitales de pez.
Uno aprecia sus labios oscuros, del mismo color de la asfixia, y ese tono entredorado de su piel
y de su pelo, y ese verde piscina de las escamas de su falda. Parece sosegada, como si estuviera
en su casa o en su pecera, como si fuera ella misma la anfitriona, la encargada de distribuir
a los comensales.
‘Noches de tacto, días de abstracción’ –dijo el poeta. Uno aprecia también esa mirada soñadora
y astuta, los dos ojos claros de un verde incoloro, la nariz con todas sus líneas bien perfiladas
y visibles, las cejas como dos arcos soberanos demasiado altos.
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De verde y oro, Natalia es una mujer que sabe estar: sin pena física, de pórtico influyente y
hermosa de agallas, lleva de la mano a su dulce personaje y de todo esto es la única que no parte:
ni de sus zapatos, ni de sus ojales, ni de su propia blusa de imprecisiones.
La veo entre reflejos, durante su rostro fijo y superpuesta de brazos como aletas. ¿Y sus corales
complementarios? Cautiva en su enorme libertad, Natalia parece ser una pececilla formal,
responsable de sus actos y de sus branquias azules, que tal vez pone huevos a miles o a millones,
entre las plantas acuáticas, con cuidado y dulzura, abanicándolos suavemente con su cola
irreparable.
Quizá feliz con sus cositas y con su oxígeno puro, siempre escolar y fresca, siempre boqueando
con tenacidad: días ingenuos, días eternos, insaciables ganas de espuma y de amor.
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