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Para revivir la edad anaranjada, hay que convocar a todos los testigos, a los que sufrieron, a los que se reían,
y también al más pequeño y al que estaba más lejos.
Hay que reencender a las abuelas; que vengan con sus grandes cruces de canela a cuestas
y bien clavadas con aquellos largos clavos aromáticos, como cuando vivían alrededor del fuego y del almíbar.
Hay que interrogar al alhelí y acosarlo a preguntas, no vaya a perderse algún detalle morado.
Hay que hablar con la mariposa, seriamente, y con los gallos salvajes de bronca voz y grandes uñas de plata.
Y que vengan las verónicas de entonces, las pálidas verónicas —errantes entre las flores y los árboles y el humo—
que devuelvan el rostro del azúcar, el retrato de los higos.
Y mandar aviso a las glicinas para que traigan su vieja actitud de uva.
Y a la populosa granada, y a la procesión de las yucas, y al guardián de los nísperos, amarillento y odioso,
y a mi cabellera de entonces, todo llena de brujas y planetas, y a las cabañas errantes, y al ángel de los cerros,
el de las amatistas -con un ala rosada y la otra azul— y a los azahares del limón, grandes como nardos.
Y que vengan todas las cajas de papel de plata, y todas las botellas de colores, y también las llaves y los abanicos,
y el pastel de Navidad parado en sus zancos de cerezas.
Para revivir la edad anaranjada, hay que no olvidar a nadie, y hay que llamar a todos.
Y sobre todo al señor humo, que es el más serio y el más tenue y el más amado.
Y hay que invitar a Dios.
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Marosa di Giorgio
De Humo
Los papeles salvajes
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