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Doutzen está tomando el sol de la luz gris de un día tal vez nublado, opaco, blanco.
Los colores de Doutzen se le van hacia otros: el amarillo de la falda se le va hacia el verde;
el amarillo más claro del escaso jersey se le va hacia el color de la arena; el pelo tal vez hacia
un castaño con ratos descoloridos.
La piel no tiene sangre; el rojo de los labios tiene menos rojo; los pardos y los oscuros se expanden
y muerden todo lo que encuentran a su alrededor.
Todo está lejanamente golpeado por cosas muertas o todo tiene los huesos magullados,
que resplandecen desde dentro con moretones, como cuando las flores muertas se ennegrecen.
Doutzen se apoya de culo en la balaustrada y dirige la cara al cielo con fervor, que es como se tiene
que tomar el sol: entregándole la piel, la carne, el cuerpo.
Está rodeada de vapores de olor acre; de cabellera reseca; del olor solitario de las axilas o de coronas
de paja húmedas y hacinadas.
En circunstancias como esta, lo mejor es disponer de una conciencia neutra y confiar en que la belleza
se abrirá camino, saldrá adelante: con la ayuda de Doutzen, claro.
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