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Megan está llorando a moco tendido; se está comiendo la tristeza a lengüetazos;
tiene su general melancolía llena de charcos y las vértebras principales ya inundadas
de lágrimas, duras de dolor y de sal.
Se le ha desbordado el rímel y la negra pintura le mancha la cara con bruscos regatos
de lluvia sucia. Todo el llanto y la tristeza de los ojos y de la mirada huelen a cementerio
pequeño y activo, porque el dolor se arrastra entre largas válvulas difuntas.
‘Es un asunto externo y nítido, portátil, viejo, trece y ensangrentado, con líneas encantadas
y pérfidas’ –dijo el poeta-.
Ahí está lo todo y lo purísimo, lo táctil y lo profundo, como una fotografía velada o la mano
de un niño devorada por las ratas mientras duerme.
Así, así pero todavía peor, mucho peor, porque tal vez más allá no hay nada, sólo un vacío
ácido y dulce, incrustado a golpes en la cabeza, sin piernas: sólo una cama deshecha y un palo.
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