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Hanalei está de cuclillas encima de una piedra pulida y enorme que parece un huevo prehistórico,
como aquellas piedras de Macondo. Tal vez también está pensando en aquella tarde en que su padre
la llevó a conocer el hielo.
Está hermosa de pelo claro, rubio, liso, con la delgada trencita que le cae desde la cima del cráneo.
Tiene unas manos blandas, poco maduras, con las uñas pequeñas y cortas. Y mira hacia arriba, hacia
la copa de los árboles, o hacia las nubes o, más ambiciosamente, hacia el cielo, que hoy está deslavazado,
soso, como si hubiera puesto el piloto automático y se hubiese ido a las Bahamas, a tomar el sol, dejando
aquí unos escasos vapores confusos.
Hanalei lleva una camisa blanca que resplandece y devuelve mucha más luz de la que ha recogido,
como en un extraño gesto de generosidad camisera.
No tiene las manos juntas, en meditación o reflexión o plegaria, sino que está más bien acariciándose
los labios con los dedos, o tocándose un beso. Uno aprecia la facilidad, la naturalidad con la que mantiene
las piernas completamente flexionadas, plegadas sobre sí mismas.
Como tantas veces, uno mira, ve a una mujer bípeda e implume con los ojos abiertos, mirando hacia la altura
de la atmósfera, y es inevitable preguntarse quiénes somos, cómo somos, qué nos pasa por dentro, adónde
va lo que entra por esos ojos, en qué está ocupada o desocupada ahora mismo, qué es lo que hace que ella
sea ella; por qué se morirá un buen día, tal vez aún muy lejano.
Aprecio esas rodillas huesudas, poco femeninas, y los muslos largos de piel suave, con ese modo repentino
y sencillo que tienen de redondearse en el culo, en una curva perfecta como una dulce esfera, como una exacta
insistencia.
Si Hanalei pone otro huevo como este, me gustaría presenciarlo, aunque para ello tenga que ir a Macondo
a conocer el hielo.
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