cato-van-ee

 

 

 

Cato está poniéndose los pendientes de la vida, que viene a ser como si estuviera colgándose

la etiqueta con el precio, y en la otra oreja se pondrá la etiqueta con las recomendaciones para

el lavado y el planchado de la piel: no usar lejía, lavar a menos de 40º, planchar sin quemar.

Quizá más tarde, otro día, otro año, los modelos más modernos de mujer vendrán ya con todas

las indicaciones incluidas en el código de barras, que puede ir adherido al culo alto –o a lo alto del

culo-. Los seres humanos somos tan limitados: una lengua, unos labios, las manos, la mirada, ya está.

Hay que pensar que Cato, como casi todos, habrá derramado alguna vez (o muchas) el vaso de leche.

Y tal vez alguien le dijo: mira muchacha, no esperes esperando, espera viviendo, que tal vez es uno

de los motivos por los que está aquí, poniendo precio a su cabeza o a su cuerpo o a su oreja o, simplemente,

al body -que no es bonito-.

Lleva el pelo corto y rubio, con un flequillo desigual que le despeina las cejas y quizá hasta la mirada,

porque se la pone asimétrica de ojos bonitos y claros, y viene a ser como si nos mirara el mar, como si nos

mirara una agua muy pura, sin peces. Cato está hermosa y subida a sus flores, de pie sobre su sombra.

Uno tiende a creer que no está formada por los mismos átomos que los demás, sino que los suyos son

más bien de titanio bonito, de titanio tierno, rodeados de pétalos y con electrones enamoradizos.

Con el motivo o la excusa de ponerse las etiquetas, tiene los labios entreabiertos en la medida precisa

para estampar algo: un beso, un sello de tinta, una ventosa, un lacre.

Cuando volvamos a ver a Cato confiamos en que se haya actualizado con el código de barras en el culo

alto –en lo alto del culo-.

 

 

 


 

 

 

 

 

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