chuck palahniuk 

 

el club de la lucha

 

 

 

Traducido del inglés por

Pedro González del Campo

 

 

A Carol Meader,

que soporta mi mal comportamiento

 

 

 

– 

uno

dos

tres

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Te despiertas en el aeropuerto internacional de Air Harbor.

Cada vez que el avión se ladeaba en exceso al des­pegar o al aterrizar, rezaba para que nos estrelláse­mos. Momentos como éstos me curan el insomnio con narcolepsia, pues tal vez muramos irremediablemente, reducidos a hebras de tabaco humano prensadas contra el fuselaje.

Así conocí a Tyler Durden.

Te despiertas en el aeropuerto de O’Hare.

Te despiertas en el aeropuerto de La Guardia.

Te despiertas en el aeropuerto de Logan.

Tyler trabajaba de operador de cine a media jornada. Por su forma de ser, Tyler sólo podía hacer trabajos nocturnos. Si un operador llamaba diciendo que estaba enfermo, el sindicato recurría a Tyler.

Algunas personas son nocturnas; otras son diurnas. Yo sólo puedo trabajar de día.

Te despiertas en el aeropuerto de Dulles.

El seguro de vida te paga el triple si falleces en un viaje de trabajo. Rezaba para que hubiera turbulencias y viento de cola. Rezaba para que algún pelícano fuera succionado por las turbinas o para que el fuselaje tuviese algún perno suelto o se condensara hielo en las alas. Al despegar, mientras el avión recorría la pista y los alerones se levantaban, nuestros asientos se mantenían en posición vertical y las bandejas sujetas y el equipaje de mano meti­do en el compartimiento superior; cuando ya habíamos apagado los cigarrillos y llegábamos al final de la pista de despegue, rezaba para que nos estrellásemos.

Te despiertas en el aeropuerto de Love Field.

Si el cine era antiguo, Tyler cambiaba las bobinas en la cabina de proyección. Para eso hay que contar con dos proyectores, uno de los cuales está en funcionamiento.

Lo sé porque Tyler lo sabe.

El siguiente rollo de película se coloca en el segundo proyector. La mayoría de las películas constan de seis o siete pequeños rollos dispuestos en un orden determi­nado. En los cines modernos montan todos los rollos juntos y se obtiene otro que mide un metro y medio, con lo cual no hay que emplear dos proyectores ni hacer cambios de bobinas, ni ralentizar o acelerar el primer rollo, ni poner en marcha el segundo rollo en el otro proyector, ni poner en marcha el tercer rollo de nuevo en el primer proyector.

Conecta.

Te despiertas en el aeropuerto de SeaTac.

Estudio a las personas que aparecen en las instruccio­nes de emergencia plastificadas que hay en el asiento. Una mujer flota en el océano; su cabello castaño se esparce ha­cia atrás y mantiene el cojín apretado contra el pecho. Tie­ne los ojos completamente abiertos, pero no sonríe ni frunce el ceño. En otra viñeta, los pasajeros, tranquilos como vacas sagradas, se estiran para coger las máscaras de oxígeno que cuelgan del techo impulsadas por un resorte.

Debe de tratarse de una emergencia.

¡Oh!

Hemos perdido presión en la cabina.

¡Oh!

Te despiertas en el aeropuerto de Willow Run.

Cine antiguo, cine nuevo; para acarrear una pelícu­la hasta el siguiente cine, Tyler tiene que volver a cortar la película en los seis o siete rollos originales. Estos rollos de menor tamaño se guardan en un par de maletas hexago­nales de acero. Cada maleta tiene un asa en la tapa. Le­vanta una y te dislocarás el hombro de lo que pesan.

Tyler trabaja de camarero sirviendo mesas en los ban­quetes que organiza un hotel del centro de la ciudad; también trabaja de operador de cine para el sindicato de operadores. No sé cuánto tiempo trabajó Tyler durante todas aquellas noches en las que no podía dormir.

En los cines antiguos que proyectan películas con dos aparatos, el operador tiene que permanecer de pie para hacer el cambio de proyectores justo en el momen­to exacto, de manera que los espectadores no aprecien el corte cuando un carrete comienza y otro acaba. Hay que estar pendiente de los puntos blancos que aparecen en la parte derecha de la esquina superior de la pantalla. Son el aviso. Estáte atento a la película y verás dos pun­tos blancos cuando se va a acabar uno de los rollos.

En la jerga del oficio se les conoce como «quemadu­ras de cigarrillo».

El primer punto blanco te advierte que quedan dos minutos. Enciendes el segundo proyector para que gane velocidad.

El segundo punto blanco es el aviso de que quedan cinco segundos. ¡Qué emoción! Estás de pie entre los dos proyectores y la temperatura en la cabina te hace su­dar, son las lámparas de xenón, que te dejarían ciego si las miraras directamente. El destello del primer punto blanco aparece en la pantalla. El sonido de las películas procede de un altavoz enorme situado tras la pantalla. La cabina de proyección está insonorizada porque, de lo contrario, se oiría el chasquido de los dientes del en­granaje que arrastra la película ante las lentes a una velo­cidad de ciento ochenta centímetros por segundo, diez fotogramas por cada treinta centímetros, sesenta foto­gramas apresados por segundo, como el restallido de una ametralladora Gatling. Con los dos proyectores en mar­cha, te sitúas entre ellos y empuñas las palancas de cada uno de los obturadores. Cuando los proyectores son realmente viejos, dispones de una alarma en el eje del carrete de alimentación.

Los puntos blancos de aviso siguen apareciendo in­cluso cuando echan la película por televisión. Lo mismo sucede con las películas que se ven en los aviones.

Dado que la mayor parte de la película se enrolla en la bobina receptora, ésta gira cada vez con mayor lenti­tud, lo cual obliga a la bobina de alimentación a girar más rápido. Cuando se va a acabar un rollo, la bobina de alimentación gira a tal velocidad que comienza a sonar una alarma para avisarte de que has de cambiarlo.

Hace calor en la oscuridad debido a las lámparas de los proyectores y suena la alarma. Mantente de pie en­tre los dos proyectores con una palanca en cada mano y vigila la esquina superior de la pantalla. Aparece el destello del segundo punto blanco. Cuenta hasta cin­co. Cierra uno de los obturadores y al mismo tiempo abre el otro.

El cambio está hecho.

La película continúa.

Ningún espectador tiene la menor idea de lo que ha ocurrido.

La alarma está en la bobina de alimentación para que el operador pueda echar una cabezada. Los operadores de cine hacen muchas cosas que no deberían hacer. No todos los proyectores tienen alarma. A veces te despiertas aterrorizado en la oscuridad de tu habitación creyendo que te has quedado dormido en la cabina y te has olvidado de cambiar los rollos. Los espectadores te in­sultan; has destruido la ilusión creada por la película y el gerente dará buena cuenta al sindicato.

Te despiertas en el aeropuerto de Krissy Field.

El encanto de viajar me acompaña a todas partes, a llevar una vida diminuta. En el hotel me dan una pastillita de jabón; un sobrecito de champú; una ración indivi­dual de mantequilla; una pequeña dosis de enjuague bucal, un cepillo de dientes de usar y tirar. Encógete en el asiento del avión. Eres un gigante. El problema es que tus hombros son demasiado anchos. Tus piernas, como las de Alicia en el País de las Maravillas, se vuelven de repen­te tan largas que tocas con ellas los pies del pasajero que tienes delante. Llega la cena: un kit en miniatura de pollo cordón bleu como los de «hágalo usted mismo», una es­pecie de rompecabezas para mantenerte entretenido.

El piloto ha encendido el aviso de que permanezca­mos con el cinturón de seguridad puesto, y oímos por megafonía «les rogamos se mantengan sentados».

Te despiertas en el aeropuerto de Meigs Field.

A veces, Tyler se despierta en la oscuridad, agitado por el temor a haberse olvidado de cambiar los rollos o pensando que la película se ha roto o que se ha quedado tan adherida al proyector que los dientes del engranaje están taladrando la cinta de la banda sonora.

Cuando los dientes del engranaje perforan una pelí­cula, la luz de la lámpara atraviesa la banda sonora y, en vez de oír hablar a los personajes, te quedas sordo oyen­do el bup, bup, bup de las hélices de un helicóptero cada vez que el haz de luz se filtra por los agujeros de arrastre.

Qué otras cosas no debería hacer un operador de cine: Tyler saca diapositivas con los mejores fotogramas de las películas. Seguro que en la primera película que recuerdas con tomas frontales integrales aparecía des­nuda la actriz Angie Dickinson.

Antes de que se hubiera llevado la copia desde los ci­nes de la Costa Oeste a los de la Costa Este, la escena del desnudo había desaparecido. Un operador cortó un fo­tograma; otro operador cortó otro fotograma. Todos querían tener una diapositiva de Angie Dickinson des­nuda. Cuando el porno se abrió paso en los cines, algu­nos de estos operadores lograron reunir colecciones de proporciones épicas.

Te despiertas en el aeropuerto de Boeing Field.

Te despiertas en el aeropuerto de Los Ángeles.

Esta noche el avión está casi vacío, así que pliega sin reparos el reposabrazos y túmbate. Te estiras en zigzag, con las rodillas dobladas, la cintura doblada y los codos doblados ocupando tres o cuatro asientos. Adelanto el reloj dos horas o lo retraso tres según el huso horario del Pacífico, el de las Montañas Rocosas, el central o el del Este; pierdes una hora, ganas una hora.

Así es tu vida y se consume minuto a minuto.

Te despiertas en el aeropuerto de Cleveland Hopkins.

Te despiertas, otra vez, en el aeropuerto de SeaTac.

Eres operador de cine y estás cansado y enfadado; pero sobre todo, estás aburrido y empiezas quitándole a otro operador un fotograma pornográfico que encon­traste en un escondrijo de la cabina y montas en otra pe­lícula el fotograma de un pene rojo y amenazador o el primer plano de una vagina húmeda y entreabierta.

Es una de esas películas de aventuras con mascotas en las que el perro y el gato se quedan atrás mientras la familia se va de viaje, y tienen que encontrar el camino de vuelta a casa. En el tercer rollo, justo después de que el perro y el gato, que hablan entre sí como personas, hayan comido en un cubo de basura, aparece por un instante un pene en erección.

Tyler hace esto.

Un fotograma de una película equivale en la pantalla a una sexta parte de un segundo. Divide un segundo en seis partes iguales y sabrás lo que dura la imagen de la erección. Un pene rojo, lúbrico y terrible se eleva cuatro pisos por encima de los espectadores, que comen palo­mitas, y nadie lo ve.

Te despiertas de nuevo en el aeropuerto de Logan.

Ésta es una forma espantosa de viajar. Asisto a reu­niones a las que mi jefe no quiere ir. Tomo notas. Vuel­vo otra vez contigo.

Dondequiera que vaya, allí estaré para aplicar la fór­mula. Mantendré el secreto.

Es sólo cuestión de aritmética.

Es un problema con argumento.

Si uno de los coches nuevos fabricados por la com­pañía sale de Chicago en dirección oeste a cien kilóme­tros por hora y se bloquea el diferencial trasero y el co­che se estrella y arde con todos sus ocupantes atrapados en el interior, ¿retirará la compañía los coches?

Toma el número de vehículos en carretera (A) y multiplícalo por el índice de probabilidad de que tenga una avería (B); luego multiplica el resultado por el coste medio de un acuerdo amistoso (C).

A por B por C igual a X. Esto es lo que costará reti­rar los coches.

Si X supera el coste de retirarlos, los retiramos y na­die sufre daño alguno.

Si X es inferior al coste de retirarlos, no los retiramos.

Dondequiera que voy, siempre encuentro la carro­cería de un coche quemada y arrugada como un fajo de billetes. Sé dónde están enterrados todos los cadáveres. Considéralo mi garantía para conservar el trabajo.

Hora de llegar al hotel y comida en el restaurante. Dondequiera que voy, desde el aeropuerto de Logan hasta el de Krissy o el de Willow Run, entablo amista­des fugaces con las personas que se sientan a mi lado.

Le explico al amigo de un día sentado a mi lado que soy coordinador de compañías que retiran coches, pero que estoy intentando labrarme una carrera fregando platos.

Te despiertas de nuevo en el aeropuerto de O’Hare.

Después de aquello, Tyler insertaba en todas las pe­lículas el fotograma de un pene. Por lo general, eran pri­meros planos: una vagina del tamaño del Gran Cañón (con eco incluido) o un pene de cuatro pisos de altura, que se estremecía con el pulso de la tensión arterial mientras la gente veía cómo bailaba Cenicienta con el Príncipe Azul. Nadie se quejaba. El público seguía co­miendo y bebiendo, pero la función ya no era la misma. La gente sentía náuseas o empezaba a llorar sin saber por qué. Sólo un colibrí habría podido pillar a Tyler con las manos en la masa.

Te despiertas en el aeropuerto JFK.

Al aterrizar, soy un neumático que se deforma y se hincha cuando una rueda choca con un golpe sordo contra la pista de aterrizaje y el avión se inclina hacia un lado y se debate por un instante entre enderezarse o vol­car. Durante ese instante nada importa. Mira a las estre­llas y habrás desaparecido. Nada importa. Ni tu equipa­je ni tu mal aliento. Por las ventanillas se ve la oscuridad del exterior y se oye detrás el rugido de las turbinas. Si la cabina se inclina y adopta un ángulo impropio con las turbinas en marcha, nunca más tendrás que presentar otra demanda de indemnización. Necesitas un recibo para reclamar objetos cuyo valor supere los veinticinco dólares. Nunca más tendrás que cortarte el pelo.

Otra sacudida y la segunda rueda choca contra el as­falto. Se oye el ruido que hacen las hebillas de cien cinturones de seguridad al abrirse y el amigo de un día que se sienta a tu lado, y con el que has estado a punto de morir, te dice:

—Espero que consiga encauzar esa carrera.

—Sí; yo también.

  • éste es el tiempo que ha durado todo. Y la vida continúa.
  • no sé cómo nos conocimos, por casualidad, Ty­ler y yo.

Te despiertas en el aeropuerto de Los Ángeles.

Otra vez.

Mi amistad con Tyler nació porque fui a una playa nudista. Fue a finales de verano, mientras dormía. Tyler estaba desnudo y sudaba, rebozado en arena, con el pelo húmedo y desgreñado cubriéndole la cara.

Tyler llevaba ya mucho tiempo por aquí antes de que nos conociéramos.

Tyler sacaba del agua los troncos que iban a la deri­va y los arrastraba playa adentro. Ya había clavado va­rios troncos en la arena húmeda, con varios centímetros de separación y formando un semicírculo que se levan­taba hasta la altura de los ojos. En total había cuatro troncos, y al despertarme observé cómo Tyler arrastra­ba un quinto tronco playa adentro. Tyler excavó un agujero junto a un extremo del tronco, levantó la parte superior y el tronco se deslizó en el agujero, y quedó de pie adoptando un ligero ángulo.

Te despiertas en la playa.

Éramos las únicas personas que había en la playa.

Con un palo Tyler trazó en la arena una línea recta a varios metros de distancia. Volvió a enderezar el tronco y apelmazó a pisotones la arena alrededor de la base.

Fue el único que presenció la escena.

Tyler me pidió que me acercase y me preguntó:

—¿Sabes qué hora es?

Yo siempre llevo reloj.

—¿Sabes qué hora es?

Le pregunté: «¿Dónde?».

—Aquí y ahora —me dijo Tyler.

Eran las cuatro y seis minutos de la tarde.

Al cabo de un rato Tyler se sentó a la sombra de los troncos enhiestos con las piernas cruzadas. Tyler per­maneció sentado unos minutos, se levantó y se dio un baño, se puso una camiseta y unos pantalones elásticos y se dispuso a marcharse. Tenía que preguntárselo.

Tenía que saber qué había estado haciendo Tyler mientras yo dormía.

Si me despertara en un lugar distinto, en un momen­to diferente, ¿lograría despertarme siendo otra persona?

Le pregunté a Tyler si era artista.

Tyler se encogió de hombros y me indicó que los cinco troncos eran más anchos por la base. Tyler me mostró la línea que había trazado en la arena y la forma en que había calculado con ella la sombra proyectada por cada tronco.

A veces te despiertas y tienes que preguntarte dónde estás.

Lo que Tyler había creado era la sombra de una mano gigantesca. Sólo que ahora sus dedos eran tan lar­gos como los de Nosferatu y el pulgar era demasiado corto, aunque me dijo que a las cuatro y media exacta­mente, la mano sería perfecta. La sombra gigantesca de la mano era perfecta durante un minuto y durante un inmuto perfecto Tyler había estado sentado sobre la palma de esa perfección creada por él.

Te despiertas y no estás en ningún sitio.

Un minuto era suficiente, dijo Tyler; hay que trabajar duro para lograrlo, pero por un minuto de perfec­ción valía la pena el esfuerzo. Lo máximo que podías es­perar de la perfección era un instante.

Te despiertas y basta.

Se llamaba Tyler Durden y trabajaba de operador de cine para el sindicato; también era camarero de banque­tes en un hotel céntrico, y me dio su número de teléfono.

Así nos conocimos.

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