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‘¿Bebe usted, Thrace? –Sólo en exceso’, dicen los personajes de cierta película.
Uno cree que algo similar sucede con las piernísimas de algunas mujeres de nuestros días:
parece que sólo se considera que tienen piernas si son unas piernísimas, es decir, un exceso.
Ahí arriba, en lo alto, por encima del entorno y sus alrededores, Liza debe de sentirse flotando,
con la innegable ventaja de ir por la vida siempre subida en la jirafa de sí misma, elevada,
levitando, inalcanzable.
Liza vive en un espacio vertical, por encima de las cenizas y de las sombras.
La tarea de valorar la longitud de unas piernísimas excede nuestras capacidades: se trata de algo
absoluto que no se mide sólo en centímetros ni en la dimensión vertical de la altura, sino sobre todo
por su efecto mujer sobre la mujer que lleva puestas las piernísimas, que hace la nómina de sus
huesos.
‘Mi metro está midiendo ya dos metros’ –dijo el poeta, según la más pura lógica del asunto.
Las piernísimas se llevan con un orgullo grave, quizá de alcance abstracto y arrebatado como el de una
llamarada.
Se trata de la vida social, escénica, donde todos, pero especialmente una mujer, se la juega,
de manera que tiene que sujetar todas las riendas con firme naturalidad hasta la sonrisa perfecta.
Es lo que el poeta llamó la tiranía del rostro: las caras están ahí y se vuelven a mirar a la mujer
que se ha puesto las piernísimas, que añaden, al andar de las piernas de siempre, un juego de
articulación en dos o más tiempos. Tal vez ha llegado el momento de decir con propiedad que
las mujeres con piernísimas deambulan, que era un verbo de uso difícil y redicho.
Quizá Liza se sienta cautiva, presa, prisionera de sus propias piernas, y cuando se acuesta a dormir,
las mira con desdén, y busca el sueño dándoles la espalda para no verlas.
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