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las manos
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¡Ay, hijo, si supiéramos para qué nos valen las manos, con sus mil huesecillos, sus
dedos, sus uñas, su palma y su dorso! Ay, hijo, si pudiéramos usar las manos para sujetar
aquello que no quisiéramos dejar huir jamás! ¡Ay, hijo, si las manos pudieran servirnos, al
menos, para decir adiós! ¡Ay, hijo, si las manos no fueran tan inútiles, tan crueles y
desmemoriadas! ¡Ay, hijo mío, si las manos estuvieran hechas del mismo blando cristal del
corazón!
Las manos, Eliacim, estas manos que ahora me miro, llena de extrañeza y de pasmo,
como si fueran las manos de una mujer decapitada por la Revolución Francesa; estas manos
que me lavo varias veces a lo largo del día; estas manos que, a fuerza de cuidados, aún se
conservan bastante bien; estas manos ciegas que un día sirvieron para peinarte el cabello, las
veo hoy muertas y sin aplicación. Si las manos pudieran comprarse y venderse, hijo
mío, yo no dudaría un solo instante en cambiarme estas manos mías por otras manos más
felices, por otras manos que se supieran útiles para algo, necesarias para cualquier sonrosada
o pálida empresa.
Pero las manos, Eliacim, las llevamos pegadas a la desventura, con la firmeza con que
el viento traidor se pega a las velas del barco, y no podemos arrancárnoslas, de un hachazo,
para que se envenenen con nuestro veneno los perros más hambrientos.
O sí podemos, Eliacim, y nos falta valor para hacerlo, vete tú a saber.
Las manos, hijo mío, sólo sirven para que nos pasemos el día mirándolas, por el
derecho y por el revés, para sentirnos, a cada hora que pasa, un poco más prisioneros de sus
malas intenciones, de sus peores y más premeditadas intenciones.
¡Ay, hijo, qué desgracia tan grande saber para qué nos sirven las manos, con sus cien
huesecillos, sus dedos, sus uñas!
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MRS. CALDWELL HABLA CON SU HIJO
CAMILO JOSÉ CELA
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