Julia se ha subido a fumar en la barra de un pub, y ahí está, mientras ve desde arriba

el (escaso) mundo del local vacío, mientras mira el dentro, el detrás de la barra donde

están primorosamente ordenados los botellines, las botellas, las servilletas, los ceniceros.

Se dice que el mundo no se mueve por la realidad, sino por la percepción de la realidad,

que es lo que Julia está modificando desde la perspectiva aerovisual, además del hecho

más rotundo y grosero de andar físicamente sobre la barra, con los pies y los zapatos,

como si anduviera por las pasarelas de la vida, por esos runway que las mujeres como

ella descubren –y utilizan- en (casi) cualquier lugar.

Quizá desde arriba oye, escucha más o mejor el canto subjuntivo de los objetos, la enorme

tristeza de un lugar alfombrado, afelpado, tapizado, amortiguado, suavizado, donde los

limones se mueren de penumbra más que de rodajas.

En sustancia y símbolo, Julia está andando entre las cabezas de los clientes, entre las manos

y las copas, con los tobillos y las pantorrillas a la altura de los ojos, en un dulce y hermoso

maltrato erótico y fetichista, o más bien sólo anticonvencional, depende.

 

 

 


 

 

 

 

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