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Valeria se sostiene sobre sus doce extremidades y bajo el larguísimo plumaje de su pelo
lleva el paquetito de los sueños y su número amarillo.
Toda ella está tocándose las entrañas a trastes largos, con toda la altura de alguien que viene.
Tal vez le gustaría enseñarnos su razón fúnebre o su prótesis incolora o su retal de sotana,
escapando del color de fondo que la dispersa y la mimetiza y le quita individualidad: la deja
sin ese protagonismo que a veces se necesita más que el respirar, y que a ella la ha dejado
en medio de lo conocido cuando deseaba estar en lo desconocido.
Tal vez le falta una perspectiva ciudadana, o los síncopes de mujer fatal o, en fin, un golpe de
carácter que la hiciera erguirse como a una colegiala.
No podemos reunir las porciones de esta dulce muchacha: sólo tenemos unas piernas a dos,
como dos días que nunca se juntan, y el plumaje de su melena clara.
Ni siquiera su rostro contiene una energía estable, una disciplina de ojos y mirada o una intención
muscular de expresión: sólo nos mira vagamente con la boca.
‘Que muestre las dos manos a la vez. Que le tomen la medida de sus pasos.
Que piense un pensamiento idéntico. Que la comparen consigo misma.
Que la llamen, en fin, por su nombre’ –dijo el poeta.
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