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Algunos dicen que una mujer es lo máximo que puede pasarle a un hombre, lo que parece
—con mucha frecuencia— excesivo. Alison va, marcha con los pasos largos, enérgicos y veloces
de la determinación, como si la calle –y sus alrededores- fueran suyos, como si supiera, como si
hubiera entendido las claves del mundo y de la vida que a los demás se nos escapan.
‘Muerte es todo lo que vemos despiertos’ –dijo el poeta.
Altiva, altanera, desafiante, hermosísima, Alison se adelanta a sus propios actos, arremolinando
la realidad al viento de su paso, con la corona en la mano, como un batallón de dioses.
Lleva la hormiga encendida y dos impactos al pie de la mirada urgente, con los ojos llenos de destino.
Como un pura sangre de patas largas, Alison es de la terrible raza de los triunfadores, de los ganadores,
que llegan con el trono al hombro y con los dientes perfectos y tienen un suelo y un alma y un mapa
propio y sus días son diurnos y eficaces.
Alison sabe que la vida no echa a nadie, que la experiencia no tiene valor ético y que una historia no
tiene principio ni fin, sino que uno elige arbitrariamente el momento desde el que mirar hacia atrás o hacia
adelante. Toda sociedad tiene sus puntos débiles, sus llagas: hay que meter el dedo en la llaga y apretar
fuerte. La gran sabiduría práctica de Alison está hecha de conocimientos como estos.
Y, además, le gusta jugar con las profundidades de los otros.
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