Rianne mira como si nos conociera y hasta se alegrase de vernos. Sabía que vendrías, viene a decir,

o, sabía que acabaríamos encontrándonos.

Desde esta perspectiva de fachada frontal, Rianne está más difícil, con pocos carriles de paso:

tal vez estemos en uno de esos puntos en que las líneas de la belleza se encuentran y se cierran, cerca

de la perfección.

Así, tenemos que tomar su cuerpo entero, con el peso de la gravedad incluido; con su actualidad y su vida

y su ascensor de tiempo, con sus latidos calientes y su marcha, con sus ondas agudas y su mirada mágica

y su punto de eternidad.

Pero hay más, mucho más, y ella —con esa sonrisa— lo sabe y nos lo dice: sabe que no podremos alcanzar

el siguiente grado de integración en unidad de su belleza , y que tendremos que empezar a deconstruirla

en sus partes, en sus porciones, en sus elementos.

Sabe que tendremos que buscar en sus labios, en sus ojos, en su mirada, ese cabo suelto que quizá no exista,

pero que nos permitiría ver otra belleza en la misma belleza: más alta, más integrada, más pura y terrible,

más perfecta.

Confiamos en que Rianne no tenga más versiones de sí misma que los demás.

Se puede percibir su interior sin dimensiones, con todo el universo metido, a las buenas, en su temperatura

desigual.

Quizá le guste llevar farolillos y filigranas, o ganarnos el terreno con elegancia, sin enseñarnos las llaves

pero haciendo tintinear el llavero, llegando siempre pero tardeando, sin quitarse los grilletes.

Antes de salir de casa, Rianne se ha vestido de negro con flemones en los hombros y se ha ido allí donde

se va abriendo la grieta del tiempo que avanza. Ya no necesita moverse, ni desplegar las alas, ni siquiera

sospechar, ni oponerse, ya no necesita nada, solamente ser.

 

 

 


 

 

 

 

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