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Fabiana es una mujer hermosa que nos mira en oscuro, con seriedad y con una ligerísima divergencia.
Sus labios, pintados de negro rojizo, pueden empezar a gotear en cualquier momento: goterones de noche,
o de sangre. Lleva el pelo moreno deliberadamente mal cortado y mal peinado, con un flequillo alto y
desigual: un casco que le redondea excesivamente el cráneo y una melena corta y tiesa como una escobilla
o un deshilachado.
Se impone la seriedad de su belleza –o la belleza de su seriedad-, que nos viene a decir que nos dejemos
de tonterías, que ella no tiene tiempo de frivolidades porque se va a morir. Como dijo Patton, el general:
comparados con la guerra los demás aspectos de la conducta humana son triviales, y Fabiana nos viene
a decir que estamos en guerra, o que ella está en guerra, en la guerra de las galaxias o de los mundos,
y nos mira con dureza y rigor, con el bisturí de sus ojos, clavándonos en firme la espuela de su mirada oscura.
Después de ver a Fabiana y –por decirlo así- de estar en su presencia, nos comenzamos a preguntar si hemos
pasado por la escuela del sufrimiento; si nos estamos ganando –de alguna manera- el derecho a ser humanos;
si somos dignos: y nos van pesando los huecos sucios de nuestro ser y la maduración triste y tonta del tiempo
de nuestra vida.
El poeta dijo que ‘es difícil cuanto nos ha sido encomendado; casi todo lo serio es difícil, y todo es serio’ –que
es, quizá lo que viene a decirnos Fabiana sin palabras pero con parecida rotundidad.
Ahora las estrellas duermen, después de haber estado toda la noche trabajando, pero para nosotros todavía
no es tiempo de descansar: Fabiana nos mira con un sonido de soledad o de silencio o de sí misma, quizá para
que comencemos a arder a fogonazos, a golpes de oro o de tormenta: sin más postergaciones, sin paliativos,
sin excusas: para que podamos responder, cuando nos pregunten, que nuestro nombre es pedazos, y para
que nuestros documentos generales tengan todas las páginas negras.
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