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10
OCT
2013
03:46 h
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biblioteca en llamas
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país para viejos
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Es tontería ponerse a discutir si está bien aplicar la demoscopia a la poesía. Todo el mundo sabe que los resultados de una encuesta
pueden perfectamente dirigirse desde la mesa en la que se decide a quién preguntarle. Pero, ante el listado de los 10 mejores libros de
poesía española de los últimos 35 años elegidos por la revista ‘Quimera’, es tontería ponerse a lamentar ausencias o escandalizarse
ante alguna presencia. Lo mejor es dar por buena una lista encabezada por:
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Libro del frío de Antonio Gamoneda,
Cuaderno de Nueva York de José Hierro
Casi una leyenda de Claudio Rodríguez.
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Después vienen otro libro de Gamoneda (Descripción de la mentira), dos de José Ángel Valente (No amanece el cantor, Fragmentos de
un libro futuro), el primero de Blanca Andreu (De una niña de provincias que se vino a vivir en un Chagall), uno de Brines (El otoño de
las rosas), uno de Mestre (La tumba de Keats) y uno de García Valdés(Y todos estábamos vivos). Aceptemos que estos, después del
sondeo entre poetas, críticos y profesores, son los grandes libros de la poesía española última.
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Lo primero que llamará la atención es que, contra la idea, tal vez gastada, tal vez sólo apropiada para tiempos más jóvenes que los
nuestros, de que la poesía es cosa de juventud, aquí, por el sol y la dieta mediterránea, aunque casi todos los seleccionados sean de
Castilla la Vieja y Galicia, la poesía es país para viejos. Gamoneda tenía 61 cuando escribió el Libro del frío, Hierro tendría como
setenta y tantos cuando Cuaderno de Nueva York, Claudio Rodríguez estaba cerca de los 60 cuando publicó Casi una leyenda, su
último libro, como 60 tenía Brines cuando El otoño de las rosas y ya se había jubilado Valente cuando No amanece el cantor. Sólo hay
una veinteañera en la lista, Blanca Andreu, con un libro que hizo mucho ruido cuando se publicó, con su rescate de la voz surrealista en
plenos 80 y el alocado descorche del lenguaje en pos de una metáfora que superara la metáfora que acababa de golpearnos. Luego de
unos años de estrellato y polémica, cayó en un olvido, alentado por ella misma, que se retiró, del que esta lista quizá la levante.
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Juzgada desde un criterio geográfico, gana Castilla la Vieja por goleada, y no hay Andalucía por parte alguna. Una cura de humildad
para la potencia lírica andalusí, (oh tempora, oh moros) tanto tiempo oyendo que esta es tierra de poetas y llega la democracia en el 78
y la voz de los poetas andaluces se va al garete, nosotros que le prestamos entidad y sede a la generación del 27 (Lorca- Alberti-
Cernuda- Altolaguirre – Prados), nosotros que le dimos modernidad al 98 (Manuel Machado – Antonio Machado – Juan Ramón Jiménez):
nada de nada, ni Alberti, que por edad podía haber entrado, bien es verdad que sus últimos libros de poemas son pésimos y hacerle
sitio hubiera sido del todo ridículo. Eso no tiene nada que ver, por otra parte, con la más notable ausencia de la lista de libros
escogidos, que no es ningún nombre propio sino uno de los rasgos de la poesía de los últimos tiempos, no tenidos en cuenta ahora: el
humor, o al menos la ironía, porque ahora mismo los poetas con más humor que se me ocurren no son andaluces -Fonollosa, Miguel
d’Ors, Luis Alberto de Cuenca, Jon Juaristi-. Dije que no iba a hablar de ausencias, y ya me he traicionado.
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Frescura. La lista de los mejores libros de nuestra poesía última carece de frescura: la lista y los libros, quiero decir. Muchas cejas
espesas, mucha poesía para poetas y escoliastas, mucha profundidad banal, la voz hueca, el «esto qué cojones quiere decir», palabra
dura para envolver el no tener nada que decir, me parece a mí, mucha tensa oscuridad para unos años que no fueron tan oscuros (yo
qué voy a decir de ellos, me harté de bailar). Todo es oscuro, melodiosamente siniestro, crespuscular: hace mucho frío en esa lista,
es otoño, no va a amanecer, describe una mentira, una tumba, ni siquiera estamos vivos ya, estar vivo es cosa del pasado. Menos mal
que figura Blanca Andreu, flapper en un vagón de deprimidos (que no me digan que esto es machismo, que si hubiera estado Vicente
Gallego en la lista hubiera escrito «gogó en un vagón de deprimidos», sin problema). Por lo menos los años 80 y la movida, aunque sea
testimonialmente, hacen acto de presencia.
Con la lista en la memoria, uno entiende al menos una cosa: la escasa, nula repercusión de la poesía española fuera de nuestras
fronteras. Y la escasa o nula repercusión de la poesía española en la propia sociedad española. En cuanto a nuestra influencia, ni
siquiera alcanza a territorios que hablan lo que nosotros. Cómo íbamos a influir en parte alguna si nuestras mejores voces son
préstamos más o menos lejanos o más bien caducos. Sólo tres voces españolas –cuatro si me apuras y me dices que quieres el
póker– han alcanzado a influir en el siglo XX lejos de nuestras aduanas: la de Ramón Gómez de la Serna, que recorrió como una
calambre en los años 20 todo el continente americano, produciendo, como he dicho alguna vez, sus mejores libros con firmas que no
eran la suya (Girondo, Alberto Hidalgo, Manuel Agustín Aguirre), Federico García Lorca, que españolizó el surrealismo y surrealizó el
españolismo -cancioncillas y romances-, Juan Ramón Jiménez, que abrió la puerta a otra manera de decir el mundo con su Diario de
un poeta recién casado y con Piedra y cielo, y luego nubló el futuro de nuestra poesía con Espacio, porque quién iba a llegar más lejos,
y Luis Cernuda, que se puso el planchado traje de la lírica anglosajona para ir al confesionario y le imitaron la pose hasta la hartura. De
los presentes en la lista, sólo Valente, quizá, es poeta que ha alcanzado a influir fuera de la Península Ibérica, en algunas provincias de
México, en algún barrio de Buenos Aires, en Miraflores, Lima.
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Total, que estupenda la lista de la revista Quimera: viene a demostrar fehacientemente el poco peso, la sustanciosa insubstancialidad,
la voz hueca y grave (grave en inglés significa tumba, apúntatelo), lo vieja, lo coñazo que ha sido nuestra poesía en estos últimos 35
años.
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