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Me estaba reservado lo que a nadie.
Voy a ver brillar los bichos de noche, azules y rosados, color caramelo clavelina.
Iban despacio, cambiándose señales.
Otros muy grandes de capa negra y lunares blancos o blancas y lunares negros.
Y al chocar en algo firme se deshacían con un rumor de seda y de papeles.
Me daba cansancio y temor.
Y así volvía a la silla única pero en el techo, estaban boca abajo matas que con peligro
yo había plantado, tomates y azucenas.
Las conejas de adentro de la casa miraban hacia eso con afección.
Y la divinidad, peluda y brillante, descendía por la pared. Eternamente.
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