vicente aleixandre

 

del color de la nada

de pasión de la tierra

 

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Se han entrado ahora mismo una a una las luces del verano, sin que nadie sospeche el color de sus manos.

 

Cuando las almas quietas olvidaban la música callada, cuando la severidad de las cosas consistía en un frío color de otro día. No se reconocían los ojos equidistantes, ni los pechos se henchían con ansia de saberlo. Todo estaba en el fondo del aire con la misma serenidad con que las muchachas vestidas andan tendidas por el suelo imitando graciosamente el arroyo.

 

Pero nadie moja su piel, porque todos saben que el sol da notas altas, tan altas que los corazones se hacen cárdenos y los labios de oro, y los bordes de los vestidos florecen todos de florecillas moradas. En las coyunturas de los brazos duelen unos niños pequeños como yemas. Y hay quien llora lágrimas del color de la ira. Pero sólo por equivocación, porque lo que hay que llorar son todas esas soñolientas caricias que al borde de los lagrimales esperan sólo que la tarde caiga para rodar al estanque, al cielo de otro plomo que no nota las puntas de las manos por fina que la piel se haga al tacto, al amor que está invadiendo con la noche.

 

Pero todos callaban. Sentados como siempre en el límite de las sillas, húmedas las paredes y prontas a secarse tan pronto como sonase la voz del zapato más antiguo, las cabezas todas vacilaban entre las ondas de azúcar, de viento, de pájaros invisibles que estaban saliendo de los oídos virginales. De todos aquellos seres de palo. Quería existir un denso crecimiento de nadas palpitantes, y el ritmo de la sangre golpeaba sobre la ventana pidiendo al azul del cielo un rompimiento de esperanza.

 

Las mujeres de encaje yacían en sus asientos, despedidas de su forma primera. Y se ignoraba todo, hasta el número de los senos ausentes. Pero los hombres no cantaban. Inútil que cabezas de níquel brillasen a cuatro metros del suelo, sin alas, animando con sus miradas de ácidos el muerto calor de las lenguas insensibles. Inútil que los maniquíes derramados ofreciesen, ellos, su desnudez al aire circundante, ávido de sus respuestas.

 

Los hombres no sabían cuándo acabaría el mundo. Ni siquiera conocían el área de su cuarto, ni tan siquiera si sus dedos servirían para hacer el signo de la cruz. Se iban ahogando las paredes.

 

Se veía venir el minuto en que los ojos, salidos de su esfera, acabarían brillando como puntos de dolor, con peligro de atravesarse en las gargantas. Se adivinaba la certidumbre de que las montañas acabarían reuniéndose fatalmente, sin que pudieran impedirlo las manos de todos los niños de la tierra.

 

El día en que se aplastaría la existencia como un huevo vacío que acabamos de sacarnos de la boca, ante el estupor de las aves pasajeras.

 

Ni un grito. Ni una lluvia de ceniza. Ni tan sólo un dedo de Dios para saber que está frío. La nada es un cuento de infancia que se pone blanco cuando le falta el respiro. Cuando ha llegado el instante de comprender que la sangre no existe. Que si me abro una vena puedo escribir con su tiza parada: ‘En los bolsillos vacíos no pretendáis encontrar un silencio’.

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