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Julia se ha instalado en el metro en modo promiscuo o despreocupado, como quien se abandona
al paso del tiempo en el tren que lo lleva a Ponferrada sin pasar por Aranjuez.
Está cómoda como en la sala de estar de su casa, a no ser que el vagón del metro sea, en efecto,
su casa: sabemos que a veces las cosas no son como son, pero tampoco son de otra manera:
a veces no tienen sentido o no han ocurrido nunca.
Parece una mujer viva, briosa, que puede entrar a caballo en la vida de los demás, de los otros, quizá
de cualquiera: los problemas pueden comenzar si sigue a caballo dentro de las vidas ajenas, si no se
apea de su montura para facilitar una fraternidad, un encuentro, un algo.
La realidad tiene un montón de goteras pero ella la compensa diciéndose que el desorden es la delicia
de la imaginación. Puede que haya nacido para fugitiva y sea de los que aman siempre la música,
las ciudades extranjeras, los paseos fuera del tiempo a la orilla del mar.
Le envidiamos esas botas por encima de la rodilla, caballeras o mosqueteras.
Viendo a Julia se nos ocurre que tener un alma no es fácil, puede hacer que uno se odie a sí mismo,
como si una –o muchas- de sus ventanas estuvieran cerradas, o como si hubiera hecho algún daño.
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