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Para ver a Shannan es antes necesario distinguir y separar sus colores propios del gran color común,
extendido, de ese pueblo por el que pasea—, y que viene a estar entre ocre, arena y trigo, del que
salen innumerables variantes y tonalidades: amarillo crudo, siena dorado, sombra natural, tierra tostada,
en fin.
La luz del sol también se mantiene en el mismo repertorio de color y apenas hace sombra, así que
la muchacha está mimetizada, camuflada como si fuera de las fuerzas especiales.
Quizá no es fácil, es difícil para Shannan identificar sus colores propios, personales, y mantenerlos
reunidos mientras va y vuelve, separados de los colores del escenario, porque es sabido que el color
es propenso a la mezcla, y busca el mestizaje, el derramamiento y la fusión carnal: desea la promiscuidad.
Shannan está hermosa como un terciopelo entre terciopelos, con esas fugas de su piel, de sus labios y
de su cabello hacia el melocotón pálido, la nube de ámbar o el polvo de canela.
No se puede decir, realmente, cómo es un lugar hermoso, qué hace que lo sea: pero su imagen se
mantiene en la memoria con claridad.
En el mundo de Shannan no existen las aristas: está construido con transiciones que van de suavidad
en suavidad, sin interrupciones ni saltos. El color del pan, el color de las jirafas, los colores tiernos que
se mueren en la playa.
Y ella, la muchacha, ¿olvidará los verdes, los azules, como si hubiera cerrado los párpados y ya no viera
el mar, ni los árboles, como si no recordara los alcoholes azules que reverberan en la lluvia?
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