Rachel se ha recostado en la pared, entre luces, al pie de la escalera que sube al gallinero.

El vestido oscuro, la sombra y el polvo espeso que flota en el aire hacen triste su sensual descanso;

se apoya en el pasamanos con los ojos cerrados y los labios entreabiertos, paralizada por el deseo

que la ha hecho apartarse y buscar la soledad.

Oye los gritos de los pájaros crueles, de ojos redondos, sin párpados, que la excitan más, y siente

los pulsos gordos de las sienes, y los orfelunios, que se le esponjan y dilatan, cada vez más calientes,

como grandes fresas a punto de estallar.  

Los pulmones se le han puesto enormes, respira con dificultad, y el aire entra y sale de su pecho

silbando, como una mariposa con las alas en llamas.

La gente va a decir que es sospechosa de algo, sobre todo si se para en lugares que son impropios

de una dama: sabemos que la gente despersonalizada y depredadora es brutal, no hace política:

carece de compasión y de compromiso: no se puede confiar en un insecto.

Podemos comprenderla, naturalmente: un día se despertó y ya supo cómo iba a ser el resto de su vida:

y comenzó a jugar con la realidad con creciente desesperación para que algo cambiara.

Pero ya no volvió a vivir la vida, sino sólo el tiempo: el tiempo que devora la vida cruda, sin magia,

sin incertidumbre, sin misterio.

 

 

 

 

 

 

 

 


 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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