francisco umbral
mortal y rosa
…esta corporeidad mortal y rosa
donde el amor inventa su infinito
pedro salinas
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Uno está aquí, en mitad de la calle, en invierno, cuando cae la tarde en la ciudad, lejos de la dorada y lamentable galaxia que le corresponde, viendo vivir a una esfericidad.
A lo mejor me compro un cucurucho de castañas, y el papel de periódico se calienta en mis manos con el calor de las castañas, y la tipografía atrasada y mentirosa se recrudece, y todo ello me huele a tinta impresa, que es al fin y al cabo el olor de mi vida, de mi trabajo, y las castañas asadas me huelen a infancia, que es mi única verdad.
Como castañas y me alegro cuando no me salen podridas o locas. Como castañas y voy detrás de la esfericidad, y atravesamos, la muchacha y yo, uno detrás del otro —procuro que ella ni siquiera me advierta—, almacenes, tiendas, escaleras, metros, calles, cafeterías. Sólo quiero ver una vez más el prodigio de una adolescencia que se redondea y canta, la vida nerviosa y dura, ese lujo innecesario de la vida que es el cuerpo de la mujer, de la niña, esa curvatura ociosa, perturbadora por gratuita, que tiene de pronto la criatura, un adorno, un asa de la naturaleza que no sirve para nada, que no contribuye a la marcha de las especies ni al comercio de las mercancías.
Pero que va siendo una de las pocas verdades diarias y ciertas que atisbo en el disparate de vivir.
Como castañas como otras veces voy con una barra de pan en la mano. Llevo el cucurucho de castañas en alto como algunos mediodías llevo el pan, la barra dorada en el día azul. Magritte, que era un surrealista modesto y genial, belga e iluminado, pintaba barras de pan voladoras por el cielo azul.
Me siento un Magritte, un personaje de Magritte, un cuadro de Magritte cuando voy con mi barra de pan a través del mediodía, como con una lanza de oro obrero para arremeter contra los gules del cielo.
Vivo dentro de un cuadro de Magritte y soy el vecino que pasa, me fisgo a mí mismo en los escaparates y el pan que llevo en la mano me emparenta con el pan que iba a comprar en la infancia, porque el pan siempre es el mismo, y vuelvo a ser aquel chico que hacía recados. En lugar de la gloria literaria del mediodía, ir a comprar el pan y pasearlo por la calle, como se pasea un periódico doblado, porque la barra de pan es el periódico doblado, porque la barra de pan es el periódico de la panadería y trae las últimas noticias de lo que pasa en la tahona.
En lugar de la gloria literaria del atardecer, un duro de castañas y el ver vivir a esa esfericidad, no porque yo haya renunciado a nada, ni porque hubiese nada a lo que renunciar, sino porque yo soy el hombre de la calle, el señor que pasa, ése que yo veía pasar de niño.
De niño, yo veía pasar a un señor tranquilo, en el atardecer, sin prisa, dueño de sí, y le envidiaba, y quería llegar a ser aquel señor, y creo que ya he llegado o estoy llegando.
O sea, que todo consiste en lograr esa despreocupación, esa facundia, esa indiferencia, ese dejarse llevar por el oleaje manso de la ciudad en el anochecer, a ver qué pasa. Con una barra de pan en la mano, poniendo oro en el escudo del mediodía, o con un oscuro revoltijo de castañas en la noche, echando humo, me libero del gran error literario y estoy viendo vivir a esa esfericidad.
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Cruzamos luces, noches, esquinas, gentes, y esa doble esfericidad, o esfericidad partida por dos, según los momentos, tiene gracia, agilidad, nerviosismo, altura, juventud, optimismo y alegría.
Es conveniente que el pantalón sea rojo, y que ella haya salido a cuerpo, a pesar del frío, y que el pantalón le esté ceñido, ajustado. Lo que le imagino cuando anda, y el movimiento selvático que le imagino cuando se detiene y reposa.
En fin, lo demás lo hace la locomoción. Y la inmovilidad escultórica abundancia correcta y graciosa de la vida. Nada más que eso. No quisiera hablar con la muchacha, ya digo.
Seguramente iba a decepcionarme, pero tampoco es por eso. Ni siquiera le he visto la cara, apenas. Sólo el perfil, en algún momento, el ojo bosquimano en el rabillo pintado.Aunque la chica fuera genial. Qué pena si fuera genial. Sólo quiero ver vivir dos masas de vida que cantan en libertad, gemelas, parejas, armónicas, imprevisibles.
Todo lo más, le haría a la niña las uñas de los pies. Y me pregunto si alguna vez le he hecho las uñas de los pies a una mujer. No sé. Lo he vivido o lo he soñado. Lo he leído o lo he imaginado.
Tomar sus pies blancos, de una materia pueril y saludable, hacer algo con aquellas uñas. Pintarlas, cortarlas, no sé.
Acariciar el pie, el pequeño animal, la bestia muda y breve, la alimaña graciosa con sus cinco armas breves. Sólo eso. Los pies de una muchacha, cuatro dedos como cuatro niños dormidos. Un dedo que se quiere más adulto y agresivo, un dedo efébico, con algo del torso desnudo de no sé qué adolescente. Y la coraza de la uña. Un pie de muchacha.
Esta muchacha, su prisa, el momento en que desaparecerá de mi vista, para siempre, o el momento en que dejaré de seguirla, sin cansancio ni razón para ello. Qué bien, lejos de la astronomía convencional de las fiestas literarias. Qué lejos del que creen que soy, del que esperan, del que conocen, del que aman, del que odian. Qué bien lejos de mí, de ése en el que torpemente me he convertido.
Cómo se aleja, cantando en rojo, esa esfericidad. Los surrealistas creían en el vagar por la ciudad y en el encuentro mágico de la mujer. A mí me basta con la mujer de espalda. Ni siquiera he necesitado verla de frente. Cómo se aleja, viviente y pugnaz, esa grupa de muchacha.
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Mi madre me cortaba las uñas, tomaba a veces, de tarde en tarde, no sé, la tarea íntima y delicada de recortarme las uñas, de reducir mis garras infantiles, rotas en pico, sucias, feroces, a la curva limpia y breve de una uña humana, cuidada.
También me recortaba la cutícula. Como el lento crecer de la cutícula, iba yo creciendo en ella, tapando su vida, eclipsando la media luna blanca de su alma, y ahora soy yo, padre, madre (hay momentos en que el padre es también madre, como la madre es también padre, y la paternidad o la maternidad perfecta han de participar también de lo otro) quien recorta las uñas al hijo.
El lento crecer de la cutícula, ese cartílago de bosque que horra las uñas de mi hijo, sus manos llenas de raspones, negruras, picos y flecos. Se las tomo de vez en cuando, como si tomase dos sapos amigos, con flores sucias, se las aprieto, se las lavo del humus del mundo, se las corto y recorto.
Eso es la vida, quizá, esa sucesión, ese manicurado familiar, esa intimidad diatrófica, una ternura que viene del fondo de los tiempos. Quién le hacía las uñas a aquella niña de pueblo que fue mi madre, quién era ella cuando me las hacía a mí, y cómo es ella ahora, ella en mí, quien se las hace al niño, a mi hijo.
Le corto las uñas al niño, no sólo por cortárselas, sino porque cuando lo hago despierta ella en mí. Hay actos, conjuros, ritos pequeños y secretos que pueden resucitar a un muerto, hacerle vivir dentro de nosotros. Toda imitación es una posesión, dijo alguien.
Imitando al muerto, el muerto nos posee. Es la única manera de que vuelva al mundo. No hay otro mediumnismo. Mi madre en mí hace las uñas a su hijo, que es el mío. Como yo ya no soy yo, que soy ella, mi hijo es ya el suyo, directamente, desaparecido yo.
Soy enlace, así, entre dos seres que no se encontraron nunca, distantes en el tiempo. Soy el médium que sabe desaparecer cuando ha reunido dos espíritus. Guardo en algún sitio las tijeras pequeñas y melladas con que ella me hacía las uñas. Ya no sirven. Pero no importa. Aparte el fetichismo de los objetos, mediante este ritual sencillo de cortarle las uñas a un niño he conseguido que ella reencarne en mí, y reencarnar yo en el hijo.
Están frente a frente, ella y yo. Están ella y yo, en un rincón del hogar, reunidos.
Yo, entonces, qué soy, quién soy. Soy el que mira, soy lo que mira, soy la mirada misma del hogar, la conciencia de la familia.
Les veo como les ven las cosas. Como les ven los muebles y los libros que, siendo otros, son los mismos. Están ella y yo. Estamos él y ella.
Puedo decirlo de mil maneras. La gramática es cómplice del alma. El alma sabe mucha gramática. Oficio de ternura, homenaje a un niño, ritual en la sombra, y las manos de un niño, que quieren ser bosque, reducidas de nuevo a la realidad rosa y razonable del hogar.
Estoy oyendo crecer a mi hijo. Un hijo es la propia infancia recuperada, la pieza suelta del rompecabezas. Lo que no viví en mí lo vivo en él, lo que no recuerdo de mí es él. Él es el trozo que me faltaba de mi vida. Yo soy el trozo que me faltaba de mi madre.
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