Siempre estaba acostada y daba luz.
Era un cuerpo grande, blanco y perfecto. Se apagaba y prendía como una luciérnaga.
Los bichitos sexuales que vivían en la pared, dejaban sus hoyos y pozos e iban a sorberla por todos los rumbos.
Entonces, ella irradiaba como un sol. Pasada la adolescencia dejó de brillar. Estuvo un tiempo quieta, y luego se
irguió en el día corriente y entre las cosas, dispuesta a casarse con un lobo o con un hombre.
Una diosa griega, Iris, vino al aire de la habitación, abriendo el abanico de siete colores
se hacía grande y chiquitita, y volaba y revolaba ante nuestras miradas embelesadas y aterradas.
Aunque era prohibido, yo me atreví y dije: Iris, vete.
Y corría a abrazar la cazuela (donde estaban las ciruelas hervidas), como buscando un amparo.
Pero Iris hacía lo que quería.
Hasta que cayó la tarde antes de tiempo. Y entonces, ella se esfumó, dejando aquí y allá,
unos puntos brillantes.
Con paso ceremonial, no sé por qué, traje la olla y la posé sobre la mesa; nos sentamos todos.
Levanté la tapa, y allí entre las hervidas ciruelas, nuevamente estaba Iris;
de todos colores, y como por gusto, ahogada.
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