Y vamos a examinar los jardines.
Mata por mata, hoja a hoja, el dondiego de noche, flores mágicas, azules y chiquitas.
El alhelí celeste carmesí, los claveles de miel y de papeles, cada una de sus vueltas,
cuánta agua tomaron, la rosa que en el ruedo de terciopelo lleva inscrito el nombre de
mamá; benjuí y perejil.
Debajo del orégano surge el conejito de pana granate que los Reyes pusieron a mi
hermana; era un juguete. Ahora, está vivo no sé cómo, dice: Yo soy tu sobrinito.
La retama amarilla, estrellada, y las estrellas, floridas; cae un pliego, rueda por las
ramas y se va al suelo, leo:
No investigues, no preguntes, no insistas. Dice: cuenta lo que viste.
Apúntalo en las ramas.
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Sólo me siento libre allá en el prado, en las tardes inmensas y doradas,
cuando yo era un pájaro, con el envés color nieve, que, de pronto, daba
un golpeteo y se iba, lejísimo, a otra propiedad, pero, ¿quién hace caso de
los pájaros? Lo más, dirían: Mira, pertenece a otra chacra. O podría ser
que me baleasen con un rifle; se corre ese peligro, ¿se corre ese peligro?
Fui gusano de luz; mi cabeza era una antorcha; mi cuerpo, brillantes en
cadena, navegué sobre los siniestros higos.
Me presenté amapola, curva, deslumbradora, en un rosado como jamás
se vio; algunos pétalos caían sobre un gajo, tal si se me estuviese formando
allí una mano; mi madre, al asirme, me puso en el delantal, y me paseaba
por los vericuetos del sendero, pero, yo sacaba de entre sus vestidos,
la cara de amapola deslumbrante, que daba consternación, miedo, y creo
que hasta envidia, a los vecinos.
Todo, allá, quedó, guardado en
la blanca luna y en el viejo sol.
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