clarice lispector

para nao esqueçer

clarice

nao esqueçer

 

 

 

África

 

 

 

Villas de Tallah, Kebbe y Sasstown, en Liberia, con la periodista

Anna Kipper, los capitanes Crockett y Bill Young.

Los misioneros aún no habían puesto un pie allí. Algunos

de los habitantes habían trabajado en la base aérea, hablaban

algo de inglés como si fuese un dialecto local más (sólo

en Monrovia hay veinticuatro o veinticinco dialectos).

En medio de la conversación se paran, dicen con cuidado y

placer: hello; prestan atención a la resonancia de lo que han

dicho, entonces se ríen y continúan. Adoran decir adiós.

Son de un negro oscuro y unido que parece repeler el

agua, como el cisne, que nunca está mojado. Algunos niños

con el ombligo del tamaño de una naranja. Una de nosotras

es muy examinada por un negro joven y, sin saber

qué hacer, acaba por hacerle un gesto de adiós. El chico se

queda encantado, y con aplicación, con una delicadeza de

ofrenda, hace gestos obscenos. Las negras jóvenes se pintan

la cara con trazos ocres y el labio inferior con una pintura

color de gangrena y cardenillo. Una, cuyo hijo acaricio,

dice: baby nice, baby cry rnoney; su voz es tan cantarina

que parece llenar de agua un cántaro. Se ríen mucho, incluso

los de rostro melancólico; no hay rastros de escarnio

o deseo de poder en su risa; su risa es una mezcla de fascinación,

humildad, curiosidad y alegría. Una de ellas me mira

atentamente. Y de repente suelta una frase larguísima,

una arenga sin rabia donde no reconozco ni r ni s, sólo variaciones

de la escala de l, una cadencia de letanía. Recurro

al intérprete. Él hace un resumen brevísimo: she likes you.

La chica entonces estalla en otra letanía que esta vez llena

varios cántaros de lluvia cantarina. El intérprete: mi pañuelo.

Me lo saco, le enseño como ponérselo. Cuando me doy

cuenta estoy rodeada de negras jóvenes, como ramas, semidesnudas,

todas muy serias y quietas. Ninguna presta atención

a lo que enseño y me voy quedando sin gracia, así rodeada

de corzas negras. En los rostros opacos las listas

pintadas me miran. La dulzura se contagia: también me

calmo. Una de ellas entonces se adelanta con sus pies leves

y, como si cumpliese un ritual -ellos se entregan completamente

a la forma-, coge mis cabellos, los acaricia, los prueba,

concentrada. Todas observan. No me muevo, para no

asustarlas. Cuando acaba hay un momento de silencio. Y de

repente tantas risas mezcladas y tantos asombros alegres

como si el silencio hubiese huido en desbandada.

 

 

 

 

 

 

Africa

 

 

Vilas de Tallah, Kcbbe e Sasstown, dentro da Libéria, com a jornalista Anna Kipper, os Capitães Crockett e Bill Young. Os missionários ainda não tinham posto pé ali. Alguns dos habitantes haviam trabalhado na base aérea, falavam alguma coisa de inglês como se fosse mais um dialeto local (só na Monróvia há 24 ou 25 dialetos).

No meio da conversa interrompem-se, dizem com cuidado e prazer: hello – prestam atenção à ressonância do que disseram, riem então, e continuam. Adoram dar adeus. São de um preto fosco e unido que parece repelir água, como o cisne que nunca está molhado. Alguns meninos com umbigo do tamanho de uma laranja. Uma de nós é muito examinada por um negro jovem e, sem saber o que fazer, termina por lhe dar adeus. O rapaz fica encantado e, com aplicação, numa delicadeza de oferenda, faz gestos obscenos.

As negras jovens pintam o rosto com traços ocre, e o lábio inferior com uma tinta cor de gangrena e azinhavre. Uma, a quem agrado o filho, diz: baby nice, baby cry money – sua voz é tão cantante que parece encher de água uma bilha. O Capitão Young lhe dá um níquel. Baby cry big money, reclama ela entornando a bilha com sua voz de risos. Eles riem muito, mesmo os de rosto melancólico; não há um traço de escárnio ou vontade de poder no riso; o riso é uma mistura de fascinação, humildade, curiosidade e alegria.

Uma delas me olha atentamente. E muito de súbito brota em frase longuíssima, arenga sem raiva onde não reconheço um só r ou s, apenas variações na escala do l, vaivém de lenga-lenga. Recorro ao intérprete. Ele resume curtíssimo: she likes you. A moça então explode em outra lenga-lenga que dessa vez enche várias bilhas com chuva cantante. O intérprete: meu lenço de cabeça. Tiro-o, mostro-lhe como usá-lo. Quando vejo, estou cercada de pretas moças e esgalhadas, seminuas, todas muito sérias e quietas. Nenhuma presta atenção ao que ensino, e vou ficando sem jeito, assim rodeada de corças negras. Nos rostos opacos as listras pintadas me olham.

A doçura contagia: também me aquieto. Uma delas então se adianta no seu pé leve, e como se cumprisse um ritual – eles se dão inteiramente à forma – pega nos meus cabelos, alisa-os, experimenta-os, concentrada. Todas assistem. Não me mexo, para não assustá-las. Quando ela acaba, há ainda um momento de silêncio. E eis que de repente tantos risos misturados e tantos espantos alegres como se o silêncio tivesse debandado.

 

 

 

 

 

 


 

 

 

 

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