clarice lispector

revelación de un mundo

a descoberta do mundo

clarice lispector

revelación de un mundo

a descoberta do mundo

 

 

Traducción: Amalia Sato

Adriana Hidalgo editora

2005

Buenos Aires

 

 

 

 

niño dibujado con pluma

 

 

 

¿Cómo conocer alguna vez a un niño? Para conocerlo tengo que

esperar a que se deteriore, y recién entonces estará a mi alcance. Allá está

él, un punto en el infinito. Nadie conocerá su hoy. Ni él mismo. En cuanto

a mí, miro, y es inútil: no logro entender algo actual totalmente actual. Lo

que conozco de él es su situación: el niño es aquel en quien acaban de

nacer los primeros dientes y es el mismo que será médico o carpintero.

Mientras tanto —allá está él sentado en el piso, de una realidad que he de

llamar vegetativa para poder entender. ¿Treinta mil de estos niños

sentados en el piso tendrían la oportunidad de construir otro mundo, uno

que tomara en cuenta la memoria de la actualidad absoluta a la que un día

perteneceremos? La unión haría la fuerza. Allá está él sentado, iniciando

todo de nuevo, pero, para su próxima proyección futura, sin ninguna

oportunidad verdadera de iniciarlo realmente.

No sé cómo dibujar al niño. Sé que es imposible dibujarlo con

carbonilla, pues hasta la pluma mancha el papel más allá de la finísima

línea de extrema actualidad en que él vive. Un día lo domesticaremos como

humano, y podremos dibujarlo. Pues así hicimos con nosotros y con Dios.

El propio niño ayudará a su domesticación: es esforzado y coopera.

Coopera sin saber que esa ayuda que le pedimos es para su autosacrificio.

Últimamente ha incluso practicado mucho. Y así continuará

progresando hasta que, poco a poco —por la bondad necesaria con que nos

salvamos— él pasará del tiempo actual al tiempo cotidiano, de la

meditación a la expresión, de la existencia a la vida. Haciendo el gran

sacrificio de no ser loco. Yo no soy loco por solidaridad con los millares de

nosotros que, para construir lo posible, también sacrificaron la verdad que

sería una locura.

Pero por ahora helo sentado en el piso, inmerso en un vacío profundo.

Desde la cocina la madre se cerciora: ¿estás allí tranquilito?

Convocado al trabajo, el niño se para con dificultad. Tambalea, con toda la

atención hacia adentro: todo su equilibrio es interno. Logrado esto, ahora

toda su atención va hacia afuera: él observa lo que el acto de erguirse

provocó. Pues levantarse tuvo consecuencias y consecuencias: el piso se

mueve incierto, una silla lo supera, la pared lo delimita. Y en la pared está

el retrato de El Niño. Es difícil mirar el retrato en lo alto sin apoyarse en

algún mueble, y eso él todavía no lo practicó. Pero su propia dificultad le

sirve de apoyo: lo que lo mantiene de pie es precisamente prestar atención

al retrato alto, mirar hacia arriba le sirve de grúa. Pero comete un error:

pestañea. Haber pestañeado lo desvincula por una fracción de segundo del

retrato que lo sostenía. El equilibrio se deshace —con un único gesto total,

cae sentado. De la boca entreabierta por el esfuerzo de vida la baba clara

corre y gotea en el piso. Mira lo goteado bien de cerca, como a una

hormiga. El brazo se levanta, avanza en arduo mecanismo de etapas. Y

súbitamente, como para tomar lo inefable, con inesperada violencia aplasta

la baba con la palma de la mano. Pestañea, espera. Finalmente, pasado el

tiempo necesario que se tiene que esperar por las cosas, alza la mano

cuidadosamente y mira en el piso el fruto de la experiencia. El piso está

vacío. En nueva brusca etapa, mira su mano: la gota de baba está, pues,

pegada en su palma. Ahora él sabe de esto también. Entonces, con los ojos

bien abiertos, lame la baba que le pertenece. Piensa en voz alta: niño.

—¿A quién estás llamando? —pregunta la madre desde la cocina.

Con esfuerzo y gentileza mira por la sala, busca a quien la madre dice

que él está llamando, se da vuelta y se cae para atrás. Mientras llora, ve la

sala deforme y refractada por las lágrimas, el volumen blanco crece hasta

él —¡madre!— lo absorbe con brazos fuertes, y ahora el niño está bien en lo

alto en el aire, en lo cálido y lo bueno. El techo está más cerca, ahora; la

mesa, abajo. Y, como él no puede más de cansancio, empieza a girar las

pupilas hasta que se van sumergiendo en la línea de horizonte de los ojos.

Los cierra sobre la última imagen, las barras de la cama. Se duerme

agotado y sereno.

El agua se secó en su boca. La mosca golpea en el vidrio. El sueño del

niño irradia claridad y calor, el sueño vibra en el aire. Hasta que, en una

repentina pesadilla, una de las palabras que aprendió se le aparece: se

estremece violentamente, abre los ojos. Y para su terror ve sólo esto: el

vacío caliente y claro del aire, sin madre. Lo que piensa estalla en un llanto

por toda la casa. Mientras llora, se va reconociendo, transformándose en

aquel que la madre reconocerá. Casi desfallece en sollozos, con urgencia

tiene que transformarse en algo que pueda ser visto y oído, si no se

quedará solo, tiene que transformarse en comprensible si no nadie lo

comprenderá, si no nadie irá a su silencio, nadie lo conocerá si él no habla

y cuenta, haré todo lo que sea necesario para que yo sea de los otros y los

otros sean míos, saltaré por encima de mi felicidad real que sólo me traería

abandono, y seré popular, hago el trueque de ser amado, es

completamente mágico llorar para tener a cambio: madre.

Hasta que el ruido familiar entra por la puerta y el niño, mudo de

interés por lo que el poder de un niño provoca, deja de llorar: madre.

Madre es: no morir. Y su seguridad es saber que tiene un mundo para

traicionar y vender, y que lo venderá.

Es madre, sí, madre con pañal en la mano. Desde que ve el pañal,

empieza a llorar otra vez.

—¡Pero si estás todo mojado!

La noticia lo espanta, su curiosidad recomienza, pero ahora una

curiosidad confortable y garantizada. Mira con ceguera lo propio mojado,

en nueva etapa mira a la madre. Pero de repente se pone tieso y escucha

con todo el cuerpo, el corazón latiendo pesado en la barriga: ¡fonfom!,

reconoce de repente con un grito de victoria y terror —¡el niño acaba de

reconocer!

—¡Eso! —dice la madre con orgullo—, eso, mi amor, es fonfom que

pasó por la calle, voy a contarle a papá que aprendiste, es así como se dice:

fonfom, mi amor! dice la madre levantándolo de abajo hacia arriba y

después moviéndolo de arriba para abajo, levantándolo por las piernas,

inclinándolo para atrás, y de nuevo levantándolo. En todas las posiciones

el niño conserva sus ojos bien abiertos. Secos como el pañal nuevo.

 

 

 

[¡fonfom! Onomatopeya para el sonido de la bocina de un automóvil. (N. del T.)]

 

 

 

menino a bico-de-pena

 

 

[ezcol_1half]         

Como conhecer jamais o menino? Para conhecê-lo tenho que esperar que ele se deteriore, e só então ele estará ao meu alcance.

Lá está ele, um ponto no infinito.

Ninguém conhecerá o hoje dele. Nem ele próprio. Quanto a mim, olho, e é inútil: não consigo entender coisa apenas atual, totalmente atual. O que conheço dele é a sua situação: o menino é aquele em quem acabaram de nascer os primeiros dentes e é o mesmo que será médico ou carpinteiro.

Enquanto isso – lá está ele sentado no chão, de um real que tenho de chamar de vegetativo para poder entender. Trinta mil desses meninos sentados no chão, teriam eles a chance de construir um mundo outro, um que levasse em conta a memória da atualidade absoluta a que um dia já pertencemos? A união faria a força.

Lá está ele sentado, iniciando tudo de novo, mas para a própria proteção futura dele, sem nenhuma chance verdadeira de realmente iniciar.

Não sei como desenhar o menino. Sei que é impossível desenhá-lo a carvão, pois até o bico-de-pena mancha o papel para além da finíssima linha de extrema atualidade em que ele vive. Um dia o domesticaremos em humano, e poderemos desenhá-lo. Pois assim fizemos conosco e com Deus. O próprio menino ajudará sua domesticação: ele é esforçado e coopera. Coopera sem saber que essa ajuda que lhe pedimos é para o seu autossacrifício.

Ultimamente ele até tem treinado muito. E assim continuará progredindo até que, pouco a pouco – pela bondade necessária com que nos salvamos – ele passará do tempo atual ao tempo cotidiano, da meditação à expressão, da existência à vida. Fazendo o grande sacrifício de não ser louco.

Eu não sou louco por solidariedade com os milhares de nós que, para construir o possível, também sacrificaram a verdade que seria uma loucura.

 [/ezcol_1half] [ezcol_1half_end]    

 

 

 

 

 

     

Mas por enquanto ei-lo sentado no chão, imerso num vazio profundo.

Da cozinha a mãe se certifica: você está quietinho aí? Chamado ao trabalho, o menino ergue-se com dificuldade. Cambaleia sobre as pernas, com a atenção inteira para dentro: todo o seu equilíbrio é interno. Conseguido isso, agora a inteira atenção para fora: ele observa o que o ato de se erguer provocou. Pois levantar-se teve consequências e consequências: o chão move-se incerto, uma cadeira o supera, a parede o delimita.

E na parede tem o retrato de O Menino.

É difícil olhar para o retrato alto sem apoiar-se num móvel, isso ele ainda não treinou. Mas eis que sua própria dificuldade lhe serve de apoio: o que o mantém de pé é exatamente prender a atenção ao retrato alto, olhar para cima lhe serve de guindaste.

Mas ele comete um erro: pestaneja. Ter pestanejado desliga-o por uma fração de segundo do retrato que o sustentava. O equilíbrio se desfaz – num único gesto total, ele cai sentado. Da boca entreaberta pelo esforço de vida a baba clara escorre e pinga no chão. Olha o pingo bem de perto, como a uma formiga. O braço ergue-se, avança em árduo mecanismo de etapas. E de súbito, como para prender um inefável, com inesperada violência ele achata a baba com a palma da mão. Pestaneja, espera.

Finalmente, passado o tempo necessário que se tem de esperar pelas coisas, ele destampa cuidadosamente a mão e olha no assoalho o fruto da experiência. O chão está vazio. Em nova brusca etapa, olha a mão: o pingo de baba está, pois, colado na palma. Agora ele sabe disso também. Então, de olhos bem abertos, lambe a baba que pertence ao menino. Ele pensa bem alto: menino.

– Quem é que você está chamando? pergunta a mãe lá da cozinha.

Com esforço e gentileza ele olha pela sala, procura quem a mãe diz que ele está chamando, vira-se e cai para trás. Enquanto chora, vê a sala entortada e refratada pelas lágrimas, o volume branco cresce até ele – mãe! absorve-o com braços fortes, e eis que o menino está bem no alto do ar, bem no quente e no bom. O teto está mais perto, agora; a mesa, embaixo. E, como ele não pode mais de cansaço, começa a revirar as pupilas até que estas vão mergulhando na linha de horizonte dos olhos. Fecha-os sobre a última imagem, as grades da cama. Adormece esgotado e sereno.

A água secou na boca. A mosca bate no vidro. O sono do menino é raiado de claridade e calor, o sono vibra no ar. Até que, em pesadelo súbito, uma das palavras que ele aprendeu lhe ocorre: ele estremece violentamente, abre os olhos. E para o seu terror vê apenas isto: o vazio quente e claro do ar, sem mãe. O que ele pensa estoura em choro pela casa toda. Enquanto chora, vai se reconhecendo, transformando-se naquele que a mãe reconhecerá.

Quase desfalece em soluços, com urgência ele tem que se transformar numa coisa que pode ser vista e ouvida senão ele ficará só, tem que se transformar em compreensível senão ninguém o compreenderá, senão ninguém irá para o seu silêncio, ninguém o conhece se ele não disser e contar, farei tudo o que for necessário para que eu seja dos outros e os outros sejam meus, pularei por cima de minha felicidade real que só me traria abandono, e serei popular, faço a barganha de ser amado, é inteiramente mágico chorar para ter em troca: mãe.

Até que o ruído familiar entra pela porta e o menino, mudo de interesse pelo que o poder de um menino provoca, para de chorar: mãe. Mãe é não morrer. E sua segurança é saber que tem um mundo para trair e vender, e que o venderá.

É mãe, sim é mãe com fralda na mão. A partir de ver a fralda, ele recomeça a chorar.

– Pois se você está todo molhado!

A notícia o espanta, sua curiosidade recomeça, mas agora uma curiosidade confortável e garantida.

Olha com cegueira o próprio molhado, em nova etapa olha a mãe. Mas de repente se retesa e escuta com o corpo todo, o coração batendo pesado na barriga: fonfom!, reconhece ele de repente num grito de vitória e terror – o menino acaba de reconhecer !

– Isso mesmo! diz a mãe com orgulho, isso mesmo, meu amor, é fonfom que passou agora pela rua, vou contar para o papai que você já aprendeu, é assim mesmo que se diz: fonfom,

meu amor! diz a mãe puxando de baixo para cima e depois de cima para baixo, levantando-o pelas pernas, inclinando-o para trás, puxando-o de novo de baixo para cima.

Em todas as posições o menino conserva os olhos bem abertos. Secos como a fralda nova.

[/ezcol_1half_end]

 

 

 

 

 

 

 

 

 

ΓΤĪΞΠ


 

 

 

 

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