balconcillos 6
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Escúchalos aquí recitados por Tomás Galindo
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Vaya, bien, has llegado justo a tiempo para que el (bueno) de pessoa te aclare las cosas acerca del verdadero color de la luna. Como se trata de una lección práctica, bajarás de estos balconcillos convencido de que la poesía es útil, sirve para algo, enseña, ilustra.
Comencemos: la blancura falsa de la luz de la luna es de muchos colores: en el alto aire es de un blanco ceniciento azulado de amarillo esfumado; sobre los tejados varios, en desequilibrios de negrura, ya dora de un blanco negro las casas o de un color sin color el encarnado castaño de las tejas. En el fondo de la calle no tiene color, salvo un casi azul que procede tal vez del ceniciento de las piedras. Al fondo del horizonte es casi de azul oscuro, diferente del azul negro del cielo del fondo. En las ventanas en que da es de un amarillo negro.
Así trabajan estos muchachos, aunque su vida esté desecha en una raya de la noche o en ese vidrio que sangra en la ventana, sí, en el mismísimo nivel de la lluvia y del frío. Te preguntarás por qué escriben, entonces –o no te lo preguntarás, no es necesario- y uno de ellos te responde que tiene en las manos obispos envenenados, panaderas rebeldes con más poder que un lirio, sastres como la vida, pupilas y puentes: cree que la cama es su sepulcro diario, y fuma, fuma gravemente.
Así trabajan estos muchachos, atento con lezama, que ha salido a entender la noche y cualquiera sabe qué encontrará. Dice que la noche es un gran reloj: no para el tiempo, sino para la luz, y que se oye una gran sonoridad que no se oye. Vamos bien, pepe, vamos bien, dale. Ay, la noche; el neuma universal; la suma respirante que, con zancos infantiles, forma los grandes continentes. Fue un combate sin término: la noche reposaba en la profundidad de las aguas, era un pulpo que era una piedra, y lo peor, quizá lo peor: la liebre que penetraba en la oscuridad, con orejas de trébol, separando dos estrellas; la liebre que arañaba sus brazos con palillos de aguarrás y, riéndose, repartía por su rostro grandes cicatrices.
Así trabajan estos muchachos, se alimentan de lo inexacto, de la fruta monstruosa, de lo irrecuperable que se acumula, hasta que alguien vuelve: alguien vuelve con un pequeño rectángulo de eternidad entre las manos. Pero no importa: ya han declarado tu espíritu impuro y tus axilas brillan en la noche con todos sus pelos, inútiles las brújulas, inútiles los mapas. Tan de repente, quién lo hubiera dicho: cinco veces y nunca contestó nadie. A todo esto, heidi vuelve a masturbarse al oeste del pecho de elena (medel), que justo ahora está rezando. Y eso que le ha dicho –elena a heidi- que mañana escalarán la montaña que tenga menos flores o la que más le recuerde a su hogar: son fugitivas. Al parecer, heidi es cruel como las institutrices políglotas, y pide tarta, y llora, y echa de menos a espinete.
Sube, sube si quieres a los más altos balconcillos y recuéstate en uno de ellos, sin prisa pero atento, muy atento a todo lo que veas y oigas. Puedes tirar piedras al agua o dar una cariñosa impresión a los muchachos, tantas veces necesitados de afecto, o de reconocimiento, o simplemente de audiencia, de que alguien, alguna vez, les haga caso y les escuche de verdad, con las dos orejas, y los dos oídos, y con los oídos de los oídos. Los muchachos trabajan también de modos más cotidianos: no son extraterrestres.
Si te asomas, tal vez puedas ver a enrique y a nathalie, en provenza, camino de la casa de lulú, con los niños a cuestas –alexandre y gérome-. Enrique lo repite continuamente: trabajaron duro, ombligo contra ombligo, estuvieron a punto de sumergirse en rilke, y enrique aprendió a michaux. Llama a nathalie mi viejecilla, mi avispa, mi vientre. Bien, es cierto que todas sus buenas intenciones fracasaron y sus proyectos se redujeron a polvo y todo estuvo mal desde el principio, pero los muchachos estuvieron a punto de ejecutar un trabajo perfecto, sin duda: el amor es uno de sus puntos fuertes.
También tienes ahí a nicanor para mostrarte que los muchachos trabajan duro, esta vez le ha tocado convencer a lázaro de que no resucite, y le ofrece argumentos más que atendibles.
Escuchemos, escuchemos: ¿no recuerdas cómo era la cosa, viejo? no aguantabas ni a tu propia sombra, tu corazón era un montón de escombros y de tu alma no quedaba nada. Cadáver eres feliz, ríete de los peces de colores –aló, aló, no te hagas el sordo-, ya estás libre de polvo y paja, en tu sepulcro no falta de nada: ¡no resucites por ningún motivo!
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