clarice lispector

revelación de un mundo

descoberta do mundo

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revelación de un mundo

descoberta do mundo

 

 

Traducción: Amalia Sato

 

Adriana Hidalgo editora 2005

Buenos Aires

 

 

bichos [I]

 

 

A veces siento un escalofrío por todo el cuerpo al entrar en contacto físico con bichos

o con su simple visión.

Me parece sentir cierto miedo y horror por aquel ser vivo que no es humano y que tiene

nuestros mismos instintos, aunque más libres e indomables.

Un animal jamás sustituye una cosa por otra, jamás sublima como nosotros nos vemos

forzados a hacer. Y se mueve, ¡esa cosa viva! Se mueve independiente, por la fuerza

misma de eso sin nombre que es la Vida.

Le hice notar a una persona que los animales no se ríen, y ella me dijo que Bergson

tiene una anotación al respecto en su ensayo sobre la risa.

Aunque a veces el perro, estoy segura, ríe, la sonrisa se transmite por los ojos que se

vuelven más brillantes, por la boca entreabierta que jadea, mientras la cola se mueve.

Pero el gato no ríe nunca. Sin embargo, sabe jugar: tengo una larga práctica con gatos.

Cuando yo era pequeña tenía una gata de un tipo vulgar, matizada con varios tonos de

gris, lista con aquel sentido felino, desconfiado y agresivo que tienen los gatos.

Mi gata vivía pariendo, y cada vez era la misma tragedia: yo quería quedarme con todos

los gatitos y tener un verdadero gaterío en casa.

Ocultándomelo, repartían los gatitos no sé entre quiénes. Hasta que el problema se hacía

más agudo pues yo protestaba demasiado por la ausencia de los gatitos. Y entonces,

un día, mientras yo estaba en la escuela, regalaron a mi gata. Mi fatal impresión fue tal

que me enfermé en cama con fiebre.

Para consolarme me regalaron un gato de paño, lo cual para mí era irrisorio: ¿cómo aquel

objeto muerto y blando y “cosa” podría alguna vez sustituir la elasticidad de una gata viva?

Hablando de gatos vivos, un amigo mío no quiere saber más de gatos, se hartó de ellos

para siempre después de tener una gata con periódicos ataques: eran tan fuertes sus

instintos, tan imperativos, que en la época de celo, después de largos maullidos gimientes

que resonaban por toda la manzana, se ponía de repente medio histérica y se lanzaba de

arriba de un tejado, lastimándose toda en el piso.

“Creo en la Cruz”, se persignó una empleada a quien le conté el hecho.

De la lenta y polvorienta tortuga que carga su pétreo caparazón, no quiero hablar.

Este animal que existe desde la era terciaria, dinosáurico, no me interesa: es demasiado

estúpido, no entra en relación con nadie, ni consigo mismo. El acto de dos tortugas no debe

tener calor ni vida.

Sin ser científico, me aventuro a pronosticar que la especie dentro de unos pocos milenios

va a terminarse.

Sobre gallinas y sus relaciones entre ellas mismas, con las personas y sobre todo con su

gravidez de huevo, escribí toda la vida, y sobre monos también hablé.

De adulta, tuve un perro mestizo que le compré a una mujer de pueblo en medio del bullicio

de una calle de Nápoles porque sentí que había nacido para ser mío, lo que también él sintió

con enorme alegría, al seguirme de inmediato ya sin saudade de su ex dueña, sin siquiera mirar

hacia atrás, moviendo la cola y lamiéndose.

Pero es una historia larga, la de mi vida con ese perro que tenía cara de mulato-malandro

brasileño, a pesar de haber nacido y vivido en Nápoles, y a quien di el rebuscado nombre de

Dilermando por lo que en él había de presumidamente simpático y de bachiller de principios de

siglo.

De este Dilermando tendría mucho que contar. Nuestras relaciones eran tan estrechas, su

sensibilidad estaba de tal modo unida a la mía que él presentía y sentía mis dificultades.

Cuando yo estaba escribiendo a máquina, se quedaba medio echado a mi lado, exactamente

como la figura de la esfinge, dormitando.

Si yo dejaba de teclear por haber encontrado un obstáculo y me quedaba desanimada, él de

inmediato abría los ojos, levantaba alto la cabeza, me miraba, con una de las orejas paradas,

esperando. Cuando yo resolvía el problema y seguía escribiendo, se acomodaba de nuevo en

su somnolencia poblada de sueños —porque los perros sueñan, lo comprobé.

Ningún ser humano me dio jamás la sensación de ser tan totalmente amada como lo fui sin

restricciones por este perro.

Cuando mis hijos nacieron y crecieron un poco, les dimos un perro enorme y bello, que

pacientemente dejaba que el niño se le subiera sobre el lomo y que, sin que nadie lo hubiera

instruido, vigilaba mucho la casa y la calle, despertando de noche a todos los vecinos con sus

ladridos de advertencia.

Les di a mis hijos pollitos amarillos que marchaban pegados a nosotros, embrollando nuestros

pasos, como si fuéramos la mamá gallina, aquellas cositas mínimas carecían de madre como

los humanos.

Les di también dos conejos, patos, monos: es que las relaciones entre hombre y bicho son

singulares, no sustituibles por ninguna otra.

Tener bichos es una experiencia vital. Y a quien no convivió con un animal le falta cierto tipo de

intuición del mundo vivo. Quien se rehúsa a la visión de un bicho tiene miedo de sí mismo.

Pero a veces me erizo ante un bicho. Sí, a veces siento el mudo grito ancestral dentro de mí al

estar con ellos: me parece que ya no sé quién es el animal, si yo o el bicho, y me confundo toda,

me quedo con miedo de encarar mis propios instintos apagados que, ante el bicho, me veo

obligada a asumir, exigentes como son, qué se ha de hacer, pobres de nosotros.

Conocí a una mujer que humanizaba a los bichos, conversando con ellos, prestándoles sus

propias características.

Pero yo no humanizo a los bichos, creo que es una ofensa —hay que respetarles la naturaleza—

soy yo quien me animalizo.

No es difícil, viene de un modo simple, es sólo no luchar en contra, es sólo entregarse.

Pero, yendo a lo más profundo, llego muy pensativa a la conclusión de que no existe nada más

difícil que entregarse totalmente.

Esta dificultad es uno de los dolores humanos.

Tomar un pajarito en el cuenco medio cerrado de la mano es terrible. 

Despavorido agita desordenada y velozmente las alas, de repente se tiene en la mano

semicerrada millares de alas finas debatiéndose en su crispación, y de repente se vuelve

intolerable y se abre de prisa la mano liberándolo, o se lo entrega de prisa al dueño para que

le dé la mayor libertad relativa de una jaula.

A los pájaros los quiero en los árboles o volando pero lejos de mis manos.

Tal vez algún día, en contacto más prolongado en Largo do Boticário con los pájaros de

Augusto Rodrigues, llegue a ser íntima de ellos, y pueda gozar de su levísima presencia.

(“Gozar de su levísima presencia” me da la sensación de haber escrito una frase completa

para decir exactamente lo que es, es graciosa la sensación, no sé si tengo o no razón pero

eso ya es otro problema.)

No se me ocurriría nunca tener una lechuza. Pero una amiguita mía encontró en tierra en

la floresta de Santa Teresa un pichón de lechuza, solo, falto de madre.

Lo llevó a su casa, lo abrigó, lo alimentó, le hablaba con susurros, y descubrió que le gustaba

la carne cruda.

Cuando se fortaleció era de esperar que huyera de inmediato pero se demoró en ir en busca

de su propio destino, el de reunirse a los de su raza: es que se había aficionado esa extraña

ave a mi amiguita. Se resistió mucho, se notaba: se alejaba un poco y enseguida volvía.

Hasta que en un arranque, como si estuviera en lucha consigo mismo, se liberó volando hacia

las profundidades del mundo.

 

 

 

bichos  (conclusión)

 

 

 

La mudez del conejo, su modo de comer rapidito-rapidito las zanahorias, su desinhibida

relación sexual tan frecuente como veloz —no sé por qué encuentro esas relaciones mutuas

de los conejos de una gran futilidad, no parecen tener raíces profundas.

El conejo me provoca un vacío meditativo: es que simplemente nada tengo que ver con él,

somos extraños, mi raza no se lleva con la de él.

Lo curioso es que puede ser encerrado y que hasta parece conforme pero no es domesticable:

su resignación no es más que aparente.

En verdad, fútil y asustadizo como es, él es libre, lo cual no concuerda con su superficialidad.

En cuanto a los caballos, ya escribí mucho sobre caballos sueltos en el morro de pastura

(A cidade sitiada), donde de noche el caballo blanco, rey de la naturaleza, lanzaba al aire

su prolongado relincho de gloria.

Y ya tuve perfectas relaciones con ellos. Me recuerdo adolescente, de pie, con la misma altivez

del caballo, pasando la mano por su pelo aterciopelado, por su crin agreste.

Yo me sentía así: “la muchacha y el caballo”.

Los peces en el acuario no paran ni un segundo de nadar. Eso me inquieta. Además creo que

el pez de acuario es un ser vacío y liso. Pero debe ser un error mío, pues no sólo ellos devoran

comida sino que procrean: y es necesario ser materia viva para eso.

Lo que me intriga es que, por lo menos en los peces de acuario, el instinto falla: ellos comen

hasta reventar, no saben parar, y helos pez muerto. Son seres aterrorizados de pequeños,

peligrosos de grandes. Además de pertenecer a un reino que no me es familiar, lo cual me

inquieta nuevamente.

Conozco una historia muy linda. Un español amigo mío, Jaime Vilaseca, me contó que vivió

un tiempo con parte de su familia que vivía en una pequeña aldea en un valle de los altos y

nevados Pirineos.

En invierno los lobos hambrientos descendían de las montañas hasta la aldea, olisqueando

la presa, y todos los habitantes se encerraban atentos en las casas, cobijando en la sala ovejas,

caballos, perros, cabras, calor humano y calor animal, todos alerta oyendo el rasguño de las

garras de los lobos en las puertas cerradas, escuchando, escuchando…

Pero conozco la historia de una rosa. Parece raro que me ocupe de ella cuando estoy tratando

de bichos. Pero es que obró de tal modo que recuerda los misterios instintivos e intuitivos del

animal.

Un médico amigo mío, el Dr. Azulay, psicoanalista, autor de Um Deus esquecido, cada dos

días llevaba a su consultorio una rosa que ponía en agua dentro de uno de esos floreros muy

estrechos, especialmente hechos para contener el largo tallo de una sola flor.

Cada dos días la rosa se marchitaba y mi amigo la cambiaba por otra.

Pero hubo una determinada Rosa. Era de color rosa, no con artificio de colorantes o injertos,

sino del más primoroso rosa de la naturaleza misma.

Su belleza ensanchaba el corazón en amplitudes. Y parecía tan orgullosa de la turgencia de su

corola toda abierta, de los propios pétalos gruesos y suaves, que era con una linda altivez que

se mantenía casi erecta.

Pues no quedaba totalmente erecta; con infinita gracia se inclinaba levemente sobre el tallo que

era fino. Y una relación íntima se estableció entre el hombre y la flor: él la admiraba y ella parecía

sentirse admirada.

Y tan gloriosa se puso, y con tanto amor era observada, que pasaban los días y ella no se

marchitaba: seguía con la corola abierta y turgente y fresca como una flor fresca. Duró con belleza

y vida una semana entera.

Recién entonces empezó a dar muestras de algún cansancio. Después murió. Reacio mi amigo

la cambió por otra. Y nunca la olvidó. Lo curioso es que una paciente suya que frecuentaba

el consultorio le preguntó a boca de jarro: “¿Y aquella rosa?”. Él ni preguntó, sabía a cuál

se refería la paciente.

Esa rosa, que había prolongado su vida por amor, era recordada porque la paciente, habiendo

visto el modo en que el médico miraba la flor, transmitiéndole en ondas la propia energía vital,

había intuido ciegamente que algo pasaba entre él y la rosa.

Ésta —y me dieron ganas de llamarla “joya de la vida”— tenía tal instinto de naturaleza que el

médico y ella habían podido vivirse uno al otro profundamente, como sólo sucede entre

bichos y hombres.

Y ahora mismo de repente estoy con saudade de Dilermando, mi perro, con una saudade aguda

y dolorosa e inconsolable, la misma que estoy segura él sintió cuando se vio obligado a vivir

con otra familia porque yo me iba a vivir a Suiza y me habían informado erróneamente que allá

los hoteles, donde tendríamos que permanecer algún tiempo, no permitían la entrada de animales.

Recuerdo, y el recuerdo me hace sonreír, que una vez, viviendo todavía en Italia, vine a Brasil,

y dejé a Dilermando con una amiga. Cuando volví, fui a lo de mi amiga a buscarlo.

Pero sucede que en el ínterin había llegado el invierno y yo estaba con un abrigo de pieles. El

perro se quedó parado mirándome, petrificado.

Después se arriesgó cautelosamente a acercarse y percibió el olor del abrigo, tal vez de algún

animal amenazador. Y al mismo tiempo, para su confusión, olisqueaba mi aroma.

Se puso muy inquieto, empezó a dar vueltas sobre sí mismo. Y yo inmóvil, esperando que viniera

a mí, y me sintiera: si yo me lanzaba a él, se asustaría.

Cuando empecé a sentir calor en la sala calefaccionada, me quité el abrigo y de lejos lo lancé

a un diván. Dilermando, al olerme pura, se tiró de repente sobre mí con un gran salto, con

un envión fantástico del piso a mi pecho, completamente alborozado, fuera de sí, haciéndome

tanta fiesta loca que me dejó muy arañada en los brazos y la cara, pero yo reía de placer, y

sonreía a las fingidas y rápidas mordidas leves que él alocadamente me daba, no dolían,

eran mordidas de amor.

No haber nacido bicho parece ser una de mis secretas nostalgias.

Ellos a veces claman desde la lejanía de muchas generaciones y yo no puedo responder sino

sintiendo desasosiego.

Es el llamado.

 

 

 

 

 

 

bichos [I]

 

 

Às vezes me arrepio toda ao entrar em contato físico com bichos ou com a simples visão deles.

Pareço ter certo medo e horror daquele ser vivo que não é humano e que tem os nossos mesmos instintos, embora mais livres e mais indomáveis. Um animal jamais substitui uma coisa por outra, jamais sublima como nós somos forçados a fazer. E move-se, essa coisa viva! Move-se independente, por força mesmo dessa coisa sem nome que é a Vida.

Fiz notar a uma pessoa que os animais não riem, e ela me falou que Bergson tem uma anotação a respeito no seu ensaio sobre o riso. Embora às vezes o cão, tenho certeza, ri, o sorriso se transmite pelos olhos tornados mais brilhantes, pela boca entreaberta arfando, enquanto o rabo abana.

Mas o gato não ri nunca. No entanto sabe brincar: tenho longa prática de gatos. Quando eu era pequena tinha uma gata de espécie vulgar, rajada de vários tons de cinza sabida com aquele senso felino, desconfiado e agressivo que os gatos têm. Minha gata vivia parindo, e cada vez era a mesma tragédia: eu queria ficar com todos os gatinhos e ter uma verdadeira gataria em casa.

Ocultando de mim, distribuíam os filhotes não sei para quem. Até que o problema se tornou mais agudo pois eu reclamava demais a ausência dos gatinhos. E então, um dia, enquanto eu estava na escola, deram minha gata. Meu choque foi tamanho que adoeci de cama com febre. Para me consolarem presentearam-me com um gato de pano, o que era para mim irrisório: como é que aquele objeto morto e mole e “coisa” poderia jamais substituir a elasticidade de uma gata viva?

Por falar em gata viva, um amigo meu não quer mais saber de gatos, encheu-se para sempre deles depois que teve uma gata em periódica danação: eram tão fortes os seus instintos, tão imperativos, que na época de cio, depois dos longos miados plangentes que ecoavam pelo quarteirão, ficava de repente meio histérica e se jogava de cima do telhado, machucando-se toda no chão.

“Cruz credo”, benzeu-se uma empregada a quem contei o fato.

Da lenta e empoeirada tartaruga carregando seu pétreo casco, não quero falar. Esse animal que nos vem da era terciária, dinossáurico, não me interessa: é por demais estúpido, não entra em relação com ninguém, nem consigo próprio. O ato de amor de duas tartarugas não deve ter calor nem vida. Sem ser cientista, aventuro-me a prognosticar que a espécie vai daqui a poucos milênios acabar.

Sobre galinhas e suas relações com elas próprias, com as pessoas e sobretudo com sua gravidez de ovo, escrevi a vida toda, e falar sobre macacos também já falei.

Mulher feita, tive um cachorro vira-lata que comprei de uma mulher do povo no meio do burburinho de uma rua de Nápoles porque senti que ele nascera para ser meu, o que ele também sentiu em alegria enorme, imediatamente me seguindo já sem saudade da ex-dona, sem sequer olhar para trás, abanando o rabo e me lambendo. Mas é uma história comprida, a de minha vida com esse cão que tinha cara de mulato-malandro brasileiro, apesar de ter nascido e vivido em Nápoles, e a quem dei o nome rebuscado de Dilermando pelo que nele havia de pernosticamente simpático e de bacharel do começo do século.

Desse Dilermando eu teria muito a contar. Nossas relações eram tão estreitas, sua sensibilidade estava de tal modo ligada à minha que ele pressentia e sentia minhas dificuldades. Quando eu estava escrevendo à máquina, ele ficava meio deitado ao meu lado, exatamente como a figura da esfinge, dormitando. Se eu parava de bater por ter encontrado um obstáculo e ficava muito desanimada, ele imediatamente abria os olhos, levantava alto a cabeça, olhava-me, com uma das orelhas de pé, esperando. Quando eu resolvia o problema e continuava a escrever, ele se acomodava de novo na sua sonolência povoada de que sonhos –porque cachorro sonha, eu vi. Nenhum ser humano me deu jamais a sensação de ser tão totalmente amada como fui amada sem restrições por esse cão.

Quando meus filhos nasceram e cresceram um pouco, demos-lhes um cão enorme e belo, que pacientemente deixava o menino lhe montar o dorso e que, sem que ninguém o tivesse incumbido, vigiava por demais a casa e a rua, acordando de noite todos os vizinhos com seus latidos de advertência. Dei a meus filhos pintinhos amarelos que andavam rente atrás de nós, embaralhando-nos os passos, como se fôssemos a galinha-mãe, aquela coisa mínima carecia de mãe como os humanos. Dei também dois coelhos, dei patos, dei micos: é que as relações entre homem e bicho são singulares, não substituíveis por nenhuma outra.

Ter bicho é uma experiência vital. E a quem não conviveu com um animal falta um certo tipo de intuição do mundo vivo. Quem se recusa à visão de um bicho está com medo de si próprio.

Mas às vezes me arrepio vendo um bicho. Sim, às vezes sinto o mudo grito ancestral dentro de mim quando estou com eles: parece que não sei mais quem é o animal, se eu ou o bicho, e me confundo toda, fico ao que parece com medo de encarar meus próprios instintos abafados que, diante do bicho, sou obrigada a assumir, exigentes como são, que se há de fazer, pobre de nós.

Conheci uma mulher que humanizava os bichos, conversando com eles, emprestando-lhes suas próprias características. Mas eu não humanizo os bichos, acho que é uma ofensa – há de respeitar lhes a natura – eu é que me animalizo. Não é difícil, vem simplesmente, é só não lutar contra, é só entregar-se.

Mas, indo bem mais fundo, chego muito pensativa à conclusão de que não existe nada mais difícil que entregar-se totalmente. Essa dificuldade é uma das dores humanas. Segurar um passarinho na concha meio fechada da mão é terrível. Ele espavorido esbate desordenadamente e velozmente as asas, de repente se tem na mão semicerrada milhares de asas finas se debatendo esvoaçantes, e de repente se torna intolerável e abre-se depressa a mão libertando-o, ou entrega-se-o depressa ao dono para que este lhe dê a maior liberdade relativa de uma gaiola.

Enfim, pássaros eu os quero nas árvores ou voando mas longe de minhas mãos. Talvez algum dia, em contato mais continuado no Largo do Boticário com os pássaros de Augusto Rodrigues, eu venha a ficar íntima deles, e a gozaar-lhes a levíssima presença. (“Gozar-lhes a levíssima presença” me dá a sensação de ter escrito frase completa por dizer exatamente o que é, é engraçada a sensação, não sei se estou ou não com razão mas isso já é outro problema.)

Ter uma coruja nunca me ocorreria. Mas uma amiguinha minha achou por terra na mata de Santa Teresa um filhote de coruja, todo sozinho, à míngua de mãe.

Levou-o para casa, aconchegou-o, alimentou-o, dava-lhe murmúrios, terminou descobrindo que ele gostava de carne crua. Quando ficou forte era de se esperar que fugisse imediatamente mas demorou a ir em busca do próprio destino, o de reunir-se aos de sua raça: é que se afeiçoara essa estranha ave à minha amiguinha. Relutou muito, via-se: afastava-se um pouco e logo voltava. Até que num arranco, como se estivesse em luta consigo mesmo, libertou-se voando para as profundezas do mundo.

 

 

 

 

 

bichos [conclusão]

 

 

 

A mudez do coelho, seu modo de comer depressinha-depressinha as cenouras, sua desinibida relação sexual tão frequente quanto veloz – não sei por que acho as relações mútuas dos coelhos de uma grande futilidade, nem parecem ter raízes profundas.

O coelho faz-me ficar de um meditativo vazio: é que simplesmente nada tenho a ver com ele, somos estranhos, minha raça não vai com a dele. O curioso é que pode ser aprisionado e parece até conformado mas não é domesticável: apenas aparente é a sua resignação. Em verdade, fútil e assustado como é, ele é um livre, o que não combina com sua superficialidade.

Quanto a cavalos, já escrevi muito sobre cavalos soltos no morro do pasto (A cidade sitiada), onde de noite o cavalo branco, rei da natureza, lançava para o ar o seu longo relincho de glória. E já tive perfeitas relações com eles. Lembro-me de mim adolescente, de pé, com a mesma altivez do cavalo, passando a mão pelo seu pelo aveludado, pela sua crina agreste. Eu me sentia assim: “a moça e o cavalo”.

Os peixes no aquário não param nem um segundo de nadar. Isso me inquieta. Além do mais acho esse peixe de aquário um ser vazio e raso. Mas deve ser engano meu, pois não só eles devoram comida como procriam: e é preciso ser matéria viva para isso. O que me intriga é que, pelo menos nos peixes de aquário, o instinto falha: eles comem até estourar, não sabem parar, eis um peixe morto.

São seres aterrorizados quando pequenos, perigosos quando grandes. Além de pertencerem a um reino que não me é familiar, o que de novo me inquieta. Sei de uma história muito bonita. Um espanhol amigo meu, Jaime Vilaseca, contou-me que morou uns tempos com parte de sua família que vivia em pequena aldeia num vale dos altos e nevados Pireneus. No inverno os lobos esfaimados terminavam descendo das montanhas até a aldeia, farejando presa, e todos os habitantes se trancavam atentos em casa, abrigando na sala ovelhas, cavalos, cães, cabras, calor humano e calor animal, todos alertas ouvindo o arranhar das garras dos lobos nas portas cerradas, escutando, escutando…

Mas sei da história de uma rosa. Parece estranho falar nela quando estou me ocupando de bichos. Mas é que agiu de um modo tal que lembra os mistérios instintivos e intuitivos do animal. Um médico amigo meu, Dr. Azulay, psicanalista, autor de Um Deus esquecido, de dois em dois dias trazia para o consultório uma rosa que ele punha na água dentro de uma dessas jarras muito estreitas, feitas especialmente para abrigar o longo talo de uma só flor.

De dois em dois dias a rosa murchava e meu amigo a trocava por outra. Mas houve uma determinada Rosa. Era cor-de-rosa, não por artifícios de corantes ou enxertos, porém do mais requintado rosa pela natureza mesmo.

Sua beleza alargava o coração em amplidões. E parecia tão orgulhosa da turgidez de sua corola toda aberta, das próprias pétalas grossas e macias, que era com uma altivez linda que se mantinha quase ereta. Pois não ficava totalmente ereta: com infinita graciosidade inclinava-se bem levemente sobre o talo que era fino. E uma relação íntima estabeleceu-se entre o homem e a flor: ele a admirava e ela parecia sentir-se admirada.

E tão gloriosa ficou, e com tanto amor era observada, que se passavam os dias e ela não murchava: continuava de corola toda aberta e túmida e fresca como flor nova. Durou em beleza uma semana inteira. Só depois começou a dar mostras de algum cansaço. Depois morreu. Foi com relutância que meu amigo a trocou por outra. E nunca a esqueceu. O curioso é que uma paciente sua que frequentava o consultório perguntou-lhe sem mais nem menos: “E aquela rosa?” Ele nem perguntou qual, sabia da que a paciente falava.

Essa rosa, que viveu mais longamente por amor, era lembrada porque a paciente, tendo visto o modo como o médico olhava a flor, transmitindo-lhe em ondas a própria energia vital, intuíra cegamente que algo se passava entre ele e a rosa.

Esta – e deu-me vontade de chamá-la de “joia da vida” –tinha tanto instinto de natureza que o médico e ela haviam podido se viverem um ao outro profundamente, como só acontece entre bichos e homens.

E eis que de repente fiquei agora mesmo com saudade de Dilermando, meu cão, uma saudade aguda e dolorida e desconsolável, a mesma que tenho certeza ele sentiu quando foi obrigado a viver com outra família porque eu ia morar na Suíça e haviam me informado erradamente que lá os hotéis, onde teríamos que permanecer algum tempo, não permitiam a entrada de animais.

Lembro-me, e a lembrança ainda me faz sorrir, de que uma vez, morando ainda na Itália, vim ao Brasil, deixando Dilermando com uma amiga. Quando voltei, fui à minha amiga para buscá-lo para casa.

Mas acontece que nesse ínterim se tornara inverno e eu estava com um casaco de peles. O cão ficou parado me olhando, petrificado.

Depois aventurou cautelosamente aproximar-se e sentiu o odor do casaco, talvez de algum animal ameaçador.

E ao mesmo tempo, para a sua confusão, farejava meu cheiro. Tornou-se inquietíssimo, chegava a rodar em torno de si mesmo. E eu imóvel, esperando que ele viesse a mim, e me sentisse: se eu me precipitasse, ele se assustaria.

Quando comecei a sentir calor na sala aquecida, tirei o casaco e da distância mesmo joguei-o longe num divã. Dilermando, ao me farejar puramente, atirou-se de repente num grande salto sobre mim, um pulo fantástico do chão ao meu peito, inteiramente alvoroçado, fora de si, me fazendo tanta festa doida que me deixou arranhada nos braços e no rosto, mas eu ria de prazer, e sorria às fingidas e rápidas mordidas leves que ele aloucadamente me dava, não doíam, eram mordidas de amor.

Não ter nascido bicho parece ser uma de minhas secretas nostalgias.

Eles às vezes clamam do longe de muitas gerações e eu não posso responder senão ficando desassossegada.

É o chamado.

 

 

 

 

 

 

 

 

 


 

 

 

 

 

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