[NB.: Se trata de un buen poeta, Jarrell, hablando de un grandísimo poeta, Stevens, a quien

Jarrell admira y aprecia. Pero los resultados no parecen coincidir con lo que podríamos

esperar de tal combinación. En fin, es un texto con algunas buenas observaciones.]

 

 

 

 

reflexiones sobre wallace stevens

 

randall jarrell

 

 

 

Comenzaremos con una cita de Stendhal: «Esta gente es incapaz de entender lo inesperado, pensaba Lucien que no podía

hacer otra cosa sino filosofar».

 

En esta cita, Lucien representa a Stevens, 

«esta gente» a los Estados Unidos y

los Negocios, «lo inesperado» a la Cultura, lo exótico, el pasado, el Mundo-menos-los-Estados Unidos; 

y «filosofar» … pues, a filosofar.

 

Pero antes de que Stevens se viera obligado a recurrir a la filosofía había tenido la oportunidad de gustar lo inesperado

en un centenar de manantiales.

Su obra Harmonium es una excelente propaganda de viajes.

No debe sorprendernos, sin embargo, la actitud de Stevens.

Ha debido ser muy duro para unos poetas abiertamente contrarios al medio, llegar a comienzos del siglo, en los Estados Unidos,

a la edad de veintiún, o quince, o 12 años, —como

sucedió, respectivamente, a Stevens, Pound y Eliot.

 

Algunos de ellos emigraron tan pronto como pudieron, y los que no lo hicieron, dedicaron sus versos a idealizar el tiempo pasado, lo foráneo.

«Vaya un absurdo!», algo protesta en nuestro interior,

¿Acaso no comprendieron que la ciudad de Nueva York significa para un poeta lo mismo que Troya o Jerusalén?

Las cosas de que, por desgracia, carecemos -delicadeza, acatamiento, orden, distinción innata, piedad, «los exquisitos errores del tiempo»,

algunas otras más; todo aquello que no se vende o

compra, o no es posible imaginar en Sunset Boulevard o en Times Square;

todo aquello cuya falta hizo pensar a Lorca que el Infierno debía parecerse mucho a Nueva York

-todas esas cosas eran imprescindibles al alma de Stevens.

 

Algunos de sus poemas tratan de remediar la deficiencia desde otros tiempos y lugares, desde el universo, o con la imaginación;

otros poemas se burlan con desespero del tiempo y del lugar que ni siquiera desean corregir las faltas;

y en otros versos, reflexiona o aparenta reflexionar acerca de la pérdida de bienes tan preciados, y sobre el improbable recobramiento.

 

La poesía de Stevens se halla asediada por la obsesión de esas deficiencias, que el propio poeta suple automáticamente; si algunas veces lo consigue 

con la imaginación o mediante la

abstracción, otras lo hace a la manera de ]. P. Morgan, formando colecciones.

Si algo llega a agradar a Stevens, lo toma y nos lo ofrece en un poema.

Sentirse como un turista, libre y cultivado, es esencial para muchas de sus obras; casi siempre realiza el contacto con los valores

desde la lejanía del conocimiento y la ansiedad.

 

Muchos de sus lectores reprochan a Stevens haber malgastado el tiempo en algo que no dista mucho de coleccionar objetos de porcelana antigua.

«Si lo que le gusta son las cosas viejas» dicen,

«por qué no se dedica aquí mismo, en el país, a reunir viejos Fords o Locomóviles o Stutz Bearcats, o Mother Bloors decrépitas?».

Pero es extraño que ninguno se haya sentido nunca insultado por sus crueles verdades o medias verdades sobre los Estados Unidos.

 

Los poemas de Richard Dehmel, acusados de obscenos, hubieron de ser absueltos por no haberlos podido comprender los jueces y tal vez, 

lo mismo pasó con las crudas verdades de Stevens.

Sin embargo, solían

ser muy claras. Cuando Stevens vio al General Jackson enfrentarse a los «ridículos, los pequeños ridículos», se le ocurrió definir lo «Sublime Americano»:

lo sublime «desciende al propio espíritu, al alma y al espacio, al espíritu vacío en el espacio vacante».

Puede que esto sea siempre así en todas partes; sin embargo, tiene que resultar amargo vernos reducidos a ese extremo:

por ello, no es raro que el poema concluya:

«Qué vino puede uno beber? Qué pan puede uno comer?».

 

«La Vida Ordinaria» contempla la torre de la iglesia«una línea negra al lado de una linea blanca», en nada diferente de «la chimenea de la central eléctrica»;

bajo «la atmósfera depresiva»a «la mórbida luz», un hombre es «un resultado, una demostración»;

los hombres «no tienen sombras, y las mujeres solamente un lado».

No comemos «ya el viejo dulce de semillas, la almendra y la fruta … saboreamos cabezas humanas»;

la mesa es un espejo y los comensales engullen sus propias imágenes.

«Las torres están vacías lo mismo que las gentes», nos dice Stevens en «Soledad en Jersey City», un poema que rebosa de desesperada frivolidad,

mientras observa desde la ventana de la habitación nº 2903 el desolado paisaje, cuya destrucción, pensamos fue una vez encomendada por Dios a sus ángeles

y éstos no pudieron hacer nada para empeorar lo que encontraron.

Y «En Oklahoma, Bonnie y Jossie, con sus trajes de algodón, danzaban alrededor de un tronco. Ohoyajo, Ojoo, Ojoo, gritaban,

celebrando las nupcias de la carne y el aire».

Sin lo que es superfluo, la sobrecarga del espíritu, el hombre es un pobre animal desnudo, de dos piernas.

 

«Palabras campestres» presenta al poeta bajo el sauce del exilio cantando «como el cucú del reloj» a Belshazzar, roca putrefacta,

pútrido pilar de un pueblo pútrido»,

«un viejo canto rebelde, una canción cuyo sentido nunca se revela» .

 

Pero si se despeja la nube, entonces Belshazzar habrá oído y entendido: «Qué es a lo que mi sensibilidad aspira? Me enseñaron las cosas

que quedaron atrás y las que a un lado se apartaron. Anhela el punto diamantino y brillante. Aspira a que Belshazzar pueda leer rectamente 

las páginas luminosas que reposan sobre sus rodillas; se refieren al ser, no a su nacimiento y muerte. Quiero viriles palabras con su aliento».

 

«What is it my feeling seeks?

I know from all the things it touched

and left beside left behind.

It wants the diamond pívot bright.

It wants Belshazzar reading right

the luminous pages on his knee,

of being, more than birth and death.

It wants words virile with his breath».

 

 

Si este intelectual se halla «aislado», no es precisamente porque desee estarlo.

Pero, quizás, «Desilusión a las diez de la noche» es la queja mejor expresada por Stevens,

y al mismo tiempo, la más desesperada y divertida:

 

 

«Las casas están encantadas por las dormilonas blancas.  

Ninguna es verde o púrpura con anillos verdes, verde

con anillos amarillos, o amarilla con anillos azules.  

Ninguna es extravagante

con medias de encaje  o cinturones de cuentas. La gente no

sueña ahora con gorilas y moluscos.  Solamente, aquí y allí,

un viejo marino borracho,  dormido con las botas puestas, atrapa tigres

en el clima rojo».  

 

Cualquier estudioso puede más o menos intuir el significado de este poema.

Por qué las «diez de la noche? Todos han ido a la cama temprano con la regularidad de mecanismos bien ajustados; los fantasmas

son ahora tan sólo dormilonas blancas, la vulgar dormilona blanca del Hombre Común, del Hombre Económico, del Hombre

Racional -un mero lugar común, ni peculiar ni extraño ni tradicional; y los sueños se han vuelto tan pedestres como las dormilonas

fantasmas. Aquí y allá un viejo marinero, desacreditado y borracho, vive todavía en la realidad primitiva (no sueña con atrapar,

sencillamente atrapa): «marinero», para invocar a la anacrónica Europa, la anticuada Asia, el océano pasado de moda; viejo, para

introducir el pasado y ‘convertir al marino en un sobreviviente moribundo.

Qué acusación contra el Presente podía compararse en su vulgar finalidad con «La gente no sueña ahora con gorilas y moluscos»?.

No obstante, hay quienes suelen achacar falta de sentido a este poema.

 

 

Un poco más tarde, Stevens descubre lo mucho que los Estados Unidos tienen en común con el resto del mundo; divide, entonces, todo en forma

diferente y contrasta el pasado y el presente de los Estados Unidos y del mundo.

En su libro, «Harmonium» llega a amar aún más a los Estados Unidos cuando piensa en ellos como naturaleza primitiva, como potencialidad pura

(trata con especial simpatía a los Negros, los Indios Mejicanos, y a todos los demás sectores marginados); y este sentimiento se halla en especial

presente en la parte final de «Domingo a Ja Mañana»:

 

«Ella escucha, sobre el agua silenciosa

una voz que grita: «La sepultura en Palestina

no es el pórtico de los espíritus que se demoran.

Es la tumba de Jesús, donde yació»

Vivimos en un viejo caos del sol,

o en una vieja dependencia del día y de la noche,

o en la soledad de una isla, sin tutela, libres

de esa anchurosa agua, inescapable.

Recorren los ciervos nuestras montañas, y las codornices

silban en torno sus espontáneos gritos;

las dulces frutillas maduran en la soledad;

y, en el aislamiento del cielo,

al atardecer, bandadas casuales de palomas trazan

ambiguas ondulaciones cuando descienden

hacia la oscuridad, con extendidas alas».

 

 

(Traducción de A. Bioy Casares y Jorge Luis Borges – Revista

«SUR», Nos. 113-14, correspondientes a marzo-abril de 1944).

 

Con el refinamiento y pureza del gran estilo, tan perfecto en su tranquila

transparencia como lo mejor de Wordsworth, se nos presenta aquí la soledad

que aparece tardíamente en la historia de la humanidad, no ya como creación

de Dios sino de la Naturaleza de la cual procedemos; el hombre liberado

del mito, sin Dios, sin nada aparte del universo que lo ha producido, se reviste

en estos versos, que podrían figurar con justicia entre los más bellos de la poesía

norteamericana, de una pura y emocionante grandeza.

 

Sin embargo, dos o tres pasajes de «Esthétique du Mal», lo mejor de la última poesía de Stevens, no desmerecen;

y en «Harmonium» nos encontramos con seis u ocho de los más hermosos poemas escritos en los Estados Unidos.

 

«Partes del Mundo» es un libro dellcioso tomado en su conjunto, aunque en realidad ninguno de sus poemas podría

compararse individualmente con los mejores de «Harmonium».

 

Pero «Auroras del Otoño», la última obra de Stevens, es radicalmente diferente. Observamos la inteligencia, distinción

y fácil virtuosismo de un maestro -pero se necesita de algo más para dar vida a un libro tan abstracto y monótono.

Los versos de este género son siempre el producto de un largo proceso evolutivo, el cual, en el caso de Stevens,

ha sido particularmente interesante.

 

El hábito de filosofar en poesía –o de aparentar que se filosofa, o de usar el tono y las imágenes de las construcciones

filosóficas, o de soñar pseudo filosóficamente de día- ha sido desafortunado para Stevens.

 

La poesía no es un medio apropiado para la filosofía.

Un poema filosófico tendría que satisfacer requerimientos inconciliables: por ejemplo, lo último que podemos exigir

a la filosofía (que sea interesante) es lo primero que esperamos del poema;

el poeta filósofo adopta un aire elevado y metódico, aunque absurdo y desesperado, cuando trabaja en su tanque

volador, o en su máquina de coser que también toca el piano.

(Recordemos la gracia de Richard Wilbur «También desapareció Tom Swift, el que no trabajaba sino a expensas

de su ingenio, juntando dirigibles en el patio de afuera, en el buen tiempo, y silbando tras la cerca de Tom Sawyer»).

 

Cuando Stevens afirma que la Suprema Ficción ante todo «debe ser abstracta», el lector protesta «Por qué, si el

propio Hegel !a calificó de concreta y universal?»; el instrumento del poeta, la palabra, es un ente abstracto,

y el poema tan sólo adquiere la concreción y singularidad que constituyen

su razón de ser como resuJtado de la organización especial de

las palabras que el artista escoge para su obra.

Pero Stevens tiene la debilidad -fatal para un poeta v siempre presente y en aumento

en Stevens- de pensar en lo particular como ejemplo de verdades generales, o como

un objeto estético que existe simplemente para ser contemplado;

a menudo se refiere a las cosas materiales o a los seres vivientes como si sólo fueran

generalizaciones de un orden inferior sin precedentes.

No hay duda que un filósofo debe encarar lo concreto como primario, como algo mucho

más que un caso, o una variedad que se percibe, o un miembro de una categoría superior

-por el contrario, para el poeta, la existencia de la generalización es siempre derivada,

y su autoridad, delegada.

 

Como si estuviera hablando de Stevens, dijo Goethe: «No es lo mismo para el poeta aproximarse a

lo particular por la relación con lo universal que descubrir lo universal en lo particular.

(En el primer caso) lo particular actúa como un ejemplo; el segundo, representa la verdadera naturaleza

de la poesía. Quien aprehende lo particular como esencia viviente llega también a lo universal».

 

Stevens posee todas las facultades del poeta con excepción de la dramática.

La falta de contacto con la vida perjudica mucho su poesía y le empuja cada vez más hacia la abstracción,

a filosofar, a ver al perro que agita la cola y puede mordernos como el «conejillo de Indias» del epistemólogo

que estudia el gran problema del mundo, como la «mezcla cilíndrica del marrón y el blanco» del esteta que

contempla el gran cuadro del mundo.

 

En otros poemas, Stevens adopta distinta actitud:

 

 

«Al alba, los paracaidistas descienden y al hacerlo van trozando la grama. Un navío se sumerge

en las olas humanas, gigantes ondas sonoras que las campanas tañen en la torre del pueblo.

Violetas, grandes macetas, brotan de las olvidadas casas de los pobres villanos, a quienes el

campanario, desde hace mucho tiempo dijo el adiós, adiós, adiós».

 

 

Este es, sin duda, un cuadro de la gente que vive y padece.

Sin embargo, necesaria y fácilmente, la escala se vuelve demasiada pequeña, la distancia demasiada

grande, y nosotros, los pobres villanos, quedamos reducidos a simples datos para ser manipulados.

 

Cuando leemos los últimos poemas de Stevens nos convencemos de que necesita escapar de sí mismo,

ser poseído por los temas, permitir que el tema individualice al poema; recordamos con nostalgia

cuánta mayor especificación había en «Harmonium» -cuando se es joven, aunque uno trate de ser

metódico y racional, la realidad termina por imponerse.

 

La mejor parte de «Harmonium» se sitúa en un nivel que es muy difícil sobrepasar; y sólo en forma

muy débil e intermitente Stevens llegó a practicar la introspección dramática, o la capacidad de sentirse

obsesionado por la vida, las acciones, los temas, o el desvergonzado interés del camaleón por todas

las cosas menos por sí mismo, es decir, aquellas actitudes que le habrían facilitado quebrantar el orden,

la costumbre y el sobrio sentido práctico que arrastra la edad.

 

Hoy podemos verlo a menudo lamentablemente dominado por su propio método, un fósil aprisionado

en la roca de sí mismo –del mejor mármol, sin duda, pero mármol, al fin.

 

Todos sus «Tunk-a-tunks», sus «hoo-goo-boos» –esas pequeñas invenciones sonoras, no muy

interesantes y algo amaneradas y construidas- son típicas del estilo magistral del filósofo inglés,

que emite gruñidos y ruidos extraños, emplea ejemplos caseros y cita con harta frecuencia a «Alice»,

en un esfuerzo de dar a su disertación alguna apariencia de la realidad de que obviamente carece.

 

Estos «trompetazos por las bodas del alma» suenan muy divertidos en los oídos

del trompetero pero resultan tan torpes para el lector como todos los vocablos extranjeros que suele

utilizar.

 

Algunos de esos términos foráneos son brillantes, muy pocos, agradables, y el resto, un desastre:

«no puede uno sino deplorar su demasiada intimidad con las lenguas extrajeras», como dijo

Henry James, de Walt Whitman, a Edith Wharton.

 

Nunca es Stevens más filósofo, abstracto y racional, que cuando nos pide no tener fe sino

en las sensaciones y percepciones inmediatas;

pues esto viene solamente a resultar una generalización destinada a convencernos, y, además,

en qué parte de los últimos poemas se halla lo singular -la gente, las acciones, las vidas- para que

podamos confiar en ellos?.

 

Y toda vez que Stevens crea un mito para mezclar particulares y generalidades estéticos, uno se

siente como si nuevamente recibiera la visita del joven Saint Simon, o de Comte, o de aquella

actriz que representaba a la diosa Razón bajo la mirada aprobatoria de Robespierre.

 

Los mitos de Stevens no brotan de la tierra sino de las nubes, de las ordenadas, pulcras y razonables

nubes que habitan en el cerebro de cada uno.

Un ser tan demasiado racional y tan deliberadamente fantasioso es incapaz de crear un mito.

Al leer las obras del siglo XVIII, nos damos cuenta de la presencia de hombres de buena voluntad,

buen gusto y buen sentido; pero para Stevens —que siempre está oscilando entre el barroco

y el rococó y que nos recuerda en muchos aspectos al siglo dieciocho-  ese ser que se halla en

el fondo de todas las cosas es culto, apreciable y racional.

 

Metastasio comenzó como un improvisador y terminó siendo un poeta; al leer los poemas de

«Auroras del Otoño» sentimos que lo contrario le ha estado sucediendo a Stevens.

 

Uno de los poemas se inicia en forma reveladora:

 

«Un ejercicio para ver el mundo. Sobre la marcha! Pero uno mira el mar mientras improvisa

en el piano».

 

no solamente el mar. Un libro como éste se lee con extraño placer, no con el que proporcionan

los versos, sino como si estuviéramos leyendo un «Diario de Viajes de un Esteta», que trabaja más por

placer que en serio, apunta religiosamente sus observaciones, y nos

produce agrado con sus relatos, frases agudas, ideas interesantes, sutiles

pinceladas, pero que raras veces trata de subordinar su Método a las exigencias de algún suceso

particular o tema.

 

Los versos son cada vez menos. diferenciados; el procedimiento se pone más en evidencia

que el objeto procesado; todo se halla de tal forma sometido a la voluntad, al hábito y a los antojos

del autor (pues, como lo dice Virgil Thomson,

«entre todas las técnicas de trabajo, la improvisación resulta ser la más servil a los caprichos

personales»)

que no parece importar mucho lo que en realidad está por debajo de estas metamorfosis.

 

Lo insustancial es tan común en Stevenque no nos percatamos cuando la forma trata

de significar algo: qué verdad podría sobrevivir estos azucarados calificativos?:

 

«Fue como tiempo súbito en un mundo sin tiempo, este mundo, este lugar, la calle en que

me encontraba, fuera del tiempo: pues lo que no es está fuera del tiempo, no es, o pertenece

al pasado, está acabado . .. «.

 

Y en otro tramo: «Fue en ninguna otra parte, fue allí y porque no fue

en ninguna otra parte, su sitio hubo de ser supuesto, algo supuesto

en un lugar supuesto, una cosa que ocupó un lugar que él ocupó … «.

 

«Tal como las brujas se apoderan de los Sábados, menos por placer que por maldad,

así éstos malgastan su alegre, miserable Noche; dando vueltas aún se deslizan los Fantasmas

de la Belleza, y embrujan los lugares donde su Honor murió.

Ved como el Mundo recompensa a sus Veteranos! Una Juventud de Placeres, una Vejez

de Pícaros; fidelidad sin objeto, astucia para nada, jóvenes sin Amantes, ancianos sin Amigos;

un Petimetre fue su Pasión, más su Premio un Borracho; activos, ridículos y muertos, olvidados!».

 

La inmediatez, precisión y singularidad, el contacto vivo con las cosas y la precaria belleza

de algunos poemas de «Harmonium»

-«la belleza de la luz de luna va descendiendo, descendiendo, cuando

el sueño invade el aire inocente»- termina por extraviarse en la retórica, en la elaboración,

el artificio y la inventiva, en la maraña de un Método ecuménico de ver, pensar y expresar,

en el andamiaje de la «destreza»: por qué nunca nadie, bondadosamente, facilitó a Stevens

un ejemplar de los «Principios del Arte», en los cuales, Collingwood argumenta in extenso

(mucha gente opina que lo prueba) que el arte no es de ninguna manera una habilidad?

 

(Apenas me atrevo a citar el dicho todavía más tajante de un gran poeta:

«Niego que la poesía sea un arte»).

 

En las «Auroras del Otoño» casi todas las cosas se ven a través de una brillante niebla,

un hábito no propiamente de estilo, sino maquinal, perceptivo: los anteojos verdes nos

muestran un mundo de espectáculos verdes; y el lector al contemplar ese Paraíso, piensa

tímidamente: «Pero todo esto es tan monótono».

 

Cuando Marx dijo una vez que él no era marxista, pienso  que quiso dar a entender que él

no era uno de sus discípulos, es decir, que no le convencerían los alcances y simplificación

que algunos de sus adherentes llegarían a atribuir a su doctrina.

 

Un artista de éxito debe siempre rezar esta plegaria:

«Señor, no permitas que me aferre a creer solamente éstodame el valor de admitir algo

aparte de mis propias convicciones; permíteme escapar del laberinto de mi yo, de

las agobiantes entrañas de mi propia singularidad».

 

Me he sentido con la libertad póstuma para hablar, como lo he hecho de las debilidades

de Stevens, del último molde en el que él mismo decidió fundirse, puesto que lo considero

-y estoy seguro que también mis lectores- uno de los auténticos poetas de nuestro siglo,

cuyos versos no dejarán de leerse mientras se oiga la música de Vivaldi o Scarlatti,

o se admiren los cuadros de Tiepolo o Poussin.

 

Sus mejores poemas son la obra de un hombre eminentemente humano

–comprensivo, magnánimo, tan brillante como inteligente; con parejo acierto,

los poemas ven, sienten y piensan; tratan con maestría los aspectos de la vida

que exigen maestría, y sienten los demás con acatamiento, tristeza o deleite.

 

Mentes con un tal grado de excelencia, de esa amplitud y delicadeza de entendimiento,

tienden un puente entre nosotros y el pasado, pues encarnan el pasado hecho vida;

y son al mismo tiempo nuestro más seguro vínculo con el futuro, pues son lo que el

futuro conocerá de nosotros.

 

Cuando percibimos la elevación, suavidad y desinterés, y la pensativa veracidad

de un poema como «Esthétique du Mal», sentimos agradecimiento y veneración por

una poesía que tan bien comprende el tamaño y la edad del mundo;

que nos recuerda –como Santayana escribió de Spinoza- «decir a estos pequeños agnósticos,

circunnavegantes del ser: Yo no te creo; Dios es grande».

 

Muchos de los poemas miran depresivamente «el inmenso detritus de un mundo completamente

estéril, que va de la esterilidad a la esterilidad, de la desesperada esterilidad del pasado a la

esperanzada esterilidad del porvenir»;

pero no pocos de los versos celebran los inalterables goces, los inextinguibles intereses de la vida.

 

Al concluir la lectura de los mejores poemas de Stevens, una vez más recordamos que el hombre

no es tan sólo la burla y el enigma del universo, sino también la gloria.

 

Algunos de mis lectores podrían preguntarme:

¿Cómo se las ingenia Ud para conformar sus observaciones con el veredicto de que

«Auroras de Otoño» no es un buen libro?

¿No debería la producción del Poeta Maduro superar sus primeros frutos?

(Cabría preguntar lo mismo acerca de «The Cocktail Party»).

 

Todas esas dudas nos llevan a la conclusión que el poeta es un ser que se ha

preparado a recibir la visita del demonio, una especie de trabajador que se halla

proclive a escribir poemas por accidente -pues de otra manera estaríamos

siempre esperando que escriba buenos poemas, y esto no es posible esperarlo

ni aún de los buenos poetas, mucho menos de los que no lo son.

 

Los buenos pintores pueden pintar buenos cuadros a los sesenta años, como una

huerta produce regularmente manzanas; pero Planck es un gran científico por

haber hecho un gran descubrimiento cuando era joven -y recuerdo que un

matemático reconoce en sus memorias que después de cumplir los cuarenta

años ya no se sentía capaz de producir ninguna obra creativa de importancia

en su disciplina.

 

Un buen poeta a los cuarenta años aún sigue siéndolo a los sesenta;

pero lo más probable es que a esa edad ya no escriba versos, o que solamente

realice ejercicios poéticos a su manera, o que haya regresado

a los lugares comunes que fueron populares cuando era joven.

 

El buen poeta es aquel que en toda una vida expuesta a las tormentas, cae abatido

por el rayo unas cinco o seis veces; el gran poeta, una docena o dos, no más.

 

 

 

 

 


 

 

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