notas para recordar
a mi maestro caeiro
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a mi maestro caeiro
álvaro de campos
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Conocí a mi maestro Caeiro en circunstancias excepcionales, como todas las circunstancias de la vida, y sobre todo aquellas que, no siendo nada por sí mismas, vienen a serlo todo por las consecuencias.
Dejé mi curso de Ingeniería Naval escocesa casi en sus tres cuartas partes; me fui de viaje a Oriente; al regreso, al desembarcar en Marsella, y con fastidio de seguir, me vine por tierra hasta Lisboa.
Un primo mío, un día, me llevó de paseo a Ribatejo; conocía a un primo de Caeiro con quien tenía negocios.
En casa de su primo me encontré con quien debía ser mi maestro.
No hay nada que agregar, pues esto es pequeño como todo lo que es fértil.
Todavía veo, con la transparencia del alma que las lágrimas del recuerdo no enturbian, porque la visión nada tiene de exterior… Lo veo ante mí, y quizás he de verlo eternamente como le vi la primera vez.
Primero, los ojos azules de adolescente que no tiene miedo.
Después, los pómulos, ya un poco salientes, un tanto pálido el color, y aquel extraño aire de griego venido de lo más profundo.
Era una calma, y no de afuera, porque no era gesto ni apariencia. El cabello casi abundante, rubio, pero cuando la luz se reducía se tornaba castaño.
La talla: mediana, con tendencia a la altura, pero curvada, sin hombros altos. Su rostro era blanco, la sonrisa era como era, la voz igual, dada en el tono de quien no desea decir sino lo que está diciendo, ni alta ni baja, clara, libre de intenciones, vacilaciones o timidez.
Su mirada azul no podía dejar de fijar la vista.
Si nuestra curiosidad notaba algo, la encontraba: la cabeza, sin ser alta, era poderosamente blanca. Repito: era su blancura lo que hacía que fuese mayor que su cara pálida, llena de majestad. Las manos un poco delgadas, pero no mucho; la palma, larga.
La apariencia de la boca, la última cosa en la que uno se fijaba, como si para este hombre hablar fuese menos que existir, era una especie de sonrisa como la que se le asigna en poesía a las cosas bellas e inanimadas únicamente porque nos agradan -flores, aguas asoleadas, campiñas-, una sonrisa que más que decir se siente existir.
¡Mi maestro, mi maestro, perdido tan tempranamente, tan pronto perdido!
Vuelvo a verlo en la sombra que soy, en mí, en la memoria que conserva de lo que soy de muerto …
Fue en el transcurso de nuestra primera conversación. . . ¿Cómo sucedió? No sé, dijo: «Está por aquí un muchacho, Ricardo Reis, que te gustaría conocer: es muy diferente». Después agregó, «todo es diferente de nosotros, y por eso es que todo existe».
Esta frase, pronunciada como si fuera un axioma de la tierra, me sedujo con una conmoción, como el de todas las posesiones se me introdujo en los sostenes del alma. Pero, al contrario de la seducción material, el efecto en mí fue el de recibir de repente, en todas mis sensaciones, una virginidad que no había tenido.
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Una vez, refiriéndome al concepto directo de las cosas que caracteriza la sensibilidad de Caeiro, le cité, con amable perversidad, lo que Wordsworth designa como lo insensible por su expresión:
A primrose by the river’ s brim
A yellow primrose was to him,
And it was nothing more.
Y traduje (omitiendo la versión exacta de primrose pues no conozco nombre de flores ni de plantas): «Una flor a los lados del río era para él una flor amarilla, y nada más».
Mi maestro Caeiro se echó a reír: «Ese inocente veía bien: una flor amarilla no es realmente sino una flor amarilla».
Pero, de repente agregó: «Existe una diferencia. Depende si se considera la flor amarilla como una de las diversas flores amarillas, o únicamente como aquella flor amarilla».
Y luego dijo: «Lo que el poeta inglés quería decir no era otra cosa sino que para tal hombre aquella flor amarilla era una experiencia vulgar, o una cosa muy conocida. Ahora bien, eso carece de acierto: cualquier cosa que veamos, debemos verla siempre por primera vez, porque realmente es así, es la primera vez que la vemos. Entonces, cada flor amarilla es una nueva flor amarilla, incluso siendo la misma de ayer. La gente ya no es lo mismo ni la flor tampoco. El mismo amarillo ni siquiera es el mismo. Lástima que la gente no tenga ojos para ver esto, si no todos entonces seríamos felices».
Caeiro, mi maestro, no era pagano: era el paganismo. Ricardo Reís es un pagano, Antonio Mora es pagano, yo también; el mismo Fernando Pessoa sería pagano, si no fuese un ovillo enredado hacia dentro. Sin embargo, Ricardo Reís es pagano por carácter, Antonio Mora lo es por inteligencia y yo lo soy por rebelión, es decir, por temperamento. En Caeiro no había explicación para su paganismo, había consubstanciación.
Voy a definir esto tal como se definen las cosas indefinibles -por lo cobarde del ejemplo. Una de las cosas que visiblemente más nos sacuden en nuestra comparación con los griegos, es la ausencia del concepto de infinito, la repugnancia de infinito entre los griegos.
Ahora bien, Caeiro, mi maestro, tenía respecto a eso, el mismo concepto. Voy a contar, creo que con gran exactitud, la asombrosa conversación donde me lo reveló.
Me refería él, explicando lo que dice en uno de los poemas de «El Guardador de rebaños», que no sé quién le había llamado «poeta materialista». Sin hallar la frase justa, porque mi maestro Caeiro no es definible con cualquier frase justa, dijo, no obstante, que no era totalmente absurda esa atribución.
Y le expliqué, más o menos bien, lo que se entiende por materialismo clásico.
Caeiro me oyó con una atención dolorosa, luego me dijo bruscamente: «Pero eso es demasiado estúpido. Eso es algo de curas sin religión, y, por lo tanto, sin ninguna disculpa».
Permanecí estupefacto, y le señalé las diferentes semejanzas que existen entre el materialismo y su doctrina, exceptuando la poesía de ésta.
Caeiro protestó: «¿Pero eso que Ud. llama poesía es todo. Ni siquiera es poesía: es ver. Esa gente materialista es ciega. Ud. dice que ellos– dicen que el espacio es infinito. En qué lugar del espacio vieron ellos eso?»
Y yo, desconcertado: «Pero, ¿Ud. no concibe el espacio como infinito? ¿No puede concebir el espacio como infinito?»
«No concibo nada como infinito. ¿Cómo puedo concebir algo como infinito?
«Hombre», dije, «suponga un espacio. Más allá de ese espacio, más espacio, más allá de ese, más, y después más, y más, y más . . . No termina … «
«¿Por qué?», dijo mi maestro Caeiro.
Permanecí en un estremecimiento mental. «Suponga que termina», grité. «¿Qué hay después?»
«Se termina, después no hay nada más», respondió.
Este tipo de argumentación, acumuladamente infantil y femenina y por lo tanto indiscutible, me anudó el cerebro durante unos segundos.
«¿Pero Ud. concibe eso?» le dije por fin.
«Si concibo, ¿qué?» ¿Que una cosa tenga límites? ¡Bien! Lo que no tiene límites no existe. Que algo exista significa que haya otra cosa cualquiera y, por lo tanto, que cada cosa sea limitada. Lo difícil de concebir es que una cosa sea una cosa, y no que venga a ser siempre otra cosa que está más adelante».
En esos momentos sentí carnalmente que estaba discutiendo, no con un hombre, sino con otro universo.
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Hice una última tentativa, un viraje que me pareció legítimo.
«Mire, Caeiro . . . Considere los números . . . ¿Dónde acaban los números? Tomemos cualquier número, 34, por ejemplo. Más allá de él tenemos el 35, 36, 37, 38, y así sin podernos detener.
No existe número por muy grande que sea al que no siga uno mayor … «
«Pero eso son sólo números», protestó mi maestro Caeiro.
Después agregó, mirándome con una imponencia infantil:
«¿Qué es el Número 34 en la Realidad?»
Existen frases repentinas, profundas -porque su origen es de lo profundo- que definen a un hombre, o, más bien, con las cuales un hombre se define sin definición. No se me olvida aquella con la que, una vez, Ricardo Reís se me definió.
Se hablaba de la mentira, y él dijo: «Abomino la mentira, porque es una inexactitud».
Ricardo Reís por entero está allí, en el pasado, presente y futuro.
Mi maestro Caeiro, como no decía sino lo que era, puede ser definido por cualquier frase suya, escrita o hablada, sobre todo después del período que empieza desde la mitad hasta el final de «El Guardador de rebaños».
Pero, entre tantas frases que escribió y se imprimen, entre tantas que me dijo y que refiero o no, la que lo contiene con mayor simplicidad es aquella que una vez me dijo en Lisboa.
Se conversaba sobre no sé qué, algo que tenía que ver con las relaciones de cada cual consigo mismo.
De pronto, yo pregunté a mi maestro Caeiro, «¿Está contento consigo mismo?» Y respondió: «No: estoy contento». Era como la misma voz de la tierra, que es todo y nadie.
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Nunca vi triste a mi maestro Caeiro. No sé si estaba triste cuando murió, ni siquiera en los días anteriores. Sería posible saberlo, pero la verdad es que nunca osé preguntar a los que asistieron a su muerte algo sobre aquella muerte o de cómo la tuvo.
En todo caso, fue una de las aflicciones de mi vida -de las reales, en medio de tantas que han sido ficticias- que Caeiro muriese sin que yo estuviera al pie de él. Esto es estúpido, pero humano, y es así.
Yo estaba en Inglaterra. Ni siquiera Ricardo Reís estaba en Lisboa, retornaba a Brasil. Estaba Fernando Pessoa, pero es como si no estuviera.
Fernando Pessoa siente las cosas pero no se turba, ni aun por dentro.
Nada me consuela de no haber estado, ese día en Lisboa, a no ser el consuelo de pensar en mi maestro Caeiro, o en sus versos.
Incluso la misma idea de la nada -la más pavorosa de todas si se piensa con el sentimiento- tiene, en la obra y en el recuerdo de mi querido maestro, algo de luminoso y alto, como el sol sobre las nieves de las cimas inalcanzables.
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