camino xacobeo
el mundo
magazine 245 – 2004
el nuevo
“Como vivir realquilada en el Museo del Prado o en el Metropolitan”, así es en determinadas épocas del año residir en Santiago,
según la escritora gallega Luisa Castro. Para la autora, el Camino debe hacerse cuando el saco de los pecados empieza a rebosar.
Luisa Castro
Ya no hay caminos. Ahora los caminos son cosa de locos, o del que va a Santiago.
A mí me gusta lo que tiene de anacrónico el Camino de Santiago, y de popular.
Yo nunca convencería a mi madre para peregrinar al Guggenheim, pero sé que algún día haremos este camino juntas, y que ella no se sentirá extraña entre la gente que peregrina a Compostela. Los caminos son lugares de paso, y por eso van desapareciendo.
En el Camino te expones a encontrarte con gente de otras clases sociales y de otras ciudades sin tantas papeleras ni tantos bulevares como en la tuya, gente que no piensa como tú y que no por ello es menos que tú.
¡Todos somos iguales y un huevo!, porque también el Camino nos desnuda de ropajes, y es más fácil apreciar al arrogante y palurdo, y al inteligente y maestro.
No todo el mundo se echa a andar sin más. En un camino no es fácil engañar a nadie. Y es que si vas andando corres el peligro de que alguien te pregunte a dónde vas, y de dónde eres…, preguntas que ya nadie hace ni a nadie le apetece mucho contestar.
Sólo de pensarlo me pongo a morir, habrá que soportar a quien te cae bien y a quien te cae mal, habrá que aguantarlo todo.
Para el ciudadano moderno, para el ciudadano laico, el Camino puede ser una tortura.
Contraindicado por los Derechos Humanos y por todos los médicos de la Seguridad Social.
En medio del Camino no puedes echar a correr y refugiarte en tu sofá.
Sólo de pensarlo me dan ganas de llorar, yo ahí en medio del Camino, con mi madre al lado, de qué vamos a hablar tanto tiempo juntas.
Bien pensado, no sé si lo haré. Hace años le prometí a mi abuela que la llevaría a Fátima antes de morir.
Nunca cumplí aquella promesa y a cambio escribí una novela sobre una anciana que se cae por las escaleras antes de coger el autobús del Inserso.
Yo de niña peregriné con mis padres una vez a la Villaoril. Me acuerdo muy bien porque fue la única vez que hicimos una excursión turística. La Virgen de la Villaoril tenía gran predicamento entre la población de la costa de Lugo, no me pregunten por qué.
La razón de aquel viaje no era turística. Mi hermana y yo teníamos 15 y 16 años, y una tarde, al volver del instituto, mi madre nos esperaba con un gran disgusto: estaba embarazada. Nos lo comunicó como disculpándose, tristísima de verse otra vez en el rol de madre. Dos días después el médico le dijo que tenía un cidroma en la matriz.
Mi madre rompió a llorar, ya se había hecho a la idea de su niño pequeño y ahora debían extirparle la matriz.
Lo único que le pidió a mi padre fue que si salía bien todo iríamos a ver a la Virgen de la Villaoril, y en cuanto se restableció nos pusimos en marcha.
Villaoril estaba al lado, a 100 kilómetros de mi pueblo, ya en Asturias. Lo que más me impresionó fueron unos agujeros que se veían en las paredes de los montes al lado del camino. Mi padre nos contó que eran las cuevas donde se refugiaban los perseguidos en la Guerra Civil, y que ahí dentro había montones de muertos.
Luego, Villaoril era una minúscula ermita y una fuente, junto a un encinar. Allí descubrí las bellotas.
Nos pusimos a merendar debajo de las encinas que estaban frente a la ermita, mientras nos llovían las bellotas.
Aquel golpeteo torturante caía sobre nuestras cabezas como un reproche, como si las bellotas nos quisieran hablar o decir algo. La Virgen de la Villaoril no era especialista en matrices, sino en ojos, y recuerdo colas de gentes delante de la fuente para lavarse la mirada con aquella agua.
Yo también me mojé los ojos y le pedí que mi madre se pusiera bien y que nos marcháramos cuanto antes de aquel sitio lleno de beatas y bellotas, porque eso es lo que tienen los lugares a los que peregrinas, cuando llegas te das cuenta de que lo único que vale la pena es el trayecto, el tiempo empleado en ir y venir. Lo demás, una vez visto, no tiene tanto mérito.
Ahora, veo peregrinos con los ojos deslumbrados, con esa luz mística que ataca a la gente a veces en las calles de Santiago, los mismos ojos que ponen cuando entran en los museos y pasean entre los cuadros.
Aparte de que Santiago es la ciudad más hermosa que han visto estos ojos, yo no sé qué otras razones pueden mover a la gente a venir aquí. Hay días que salgo de casa y me hallo entre una marea de peregrinos que bajan de la Rua Nova a la Rua del Villar. No se crean que es fácil atravesar una espesa nube de peregrinos.
Sólo para comprar el periódico o un poco de jamón york. Lo que te apetece es empezar a codazos y patadas con todos, pero así tampoco se va a ningún lado. Esas sencillas actividades, a veces, se vuelven heroicas si vives en el centro de esta hermosa ciudad.
Pero es que vivir aquí, a ciertas horas del día y en ciertas épocas del año, es como vivir realquilada en el Museo del Prado o en el Metropolitan, uno de esos lujos más bien absurdos e incómodos. A Santiago hay que venir solo; los caminos los hace uno solo.
Yo llegué con mis hijos cuando tenían tres y cuatro años.
Hicimos entonces el camino en avión para instalarnos aquí.
Ahora mi hijo quiere hacerlo pero de verdad: de Roncesvalles a Santiago, pasando por Villaoril, que queda en el camino de Asturias.
Según él, y estoy de acuerdo, hay que hacerlo cuando el saco de los pecados empieza a rebosar.
¿Qué sentido tendría hacerlo por deporte o por amor al arte?
Hay que esperar primero a envejecer, y dejarnos perdonar entonces, cuando los pecados sean muchos y ya no nos asuste volver a la inocencia.
¿Y cómo será la experiencia de peregrinar a Santiago desde Santiago?
Esto es lo que se me antoja más difícil. Porque para llegar aquí primero hay que salir de aquí, y eso no es tan fácil, que se lo pregunten si no a los peregrinos que llegan y se quedan, o a los que se pierden por el camino, que también los hay.
Yo en este tema aún no estoy en condiciones de prometer nada.
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