Esther Muntañola – Madrid 1973
Mónica Rodríguez – Oviedo 1969
Olvido García Valdés – Santianes de Pravia 1950
Laura Casielles – Pola de Siero 1986
Berta Piñán – Cañu, Asturias 1963
Sibisse Rodríguez – Oviedo 1980
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la rebelión de los paraguas
Era un día corriente. Tan corriente
que la gente llevaba zapatos y andaba
bocarriba que es lo más habitual.
Además llovía, así que todo el mundo llevaba
paraguas. Pero entonces todo dejó de ser
normal. No es que el cielo se pusiera verde o
que de los coches brotaran margaritas, fue
algo más extraño todavía. Las personas empezaron
a levantarse del suelo. Parecía que
los mismísimos paraguas tiraban de ellos
hacia arriba. Algunos eran arrojados como
pelotas de tenis de un paraguazo, otros andaban
ya cerca de las nubes y los había que
iban dando saltos como astronautas mientras
sus paraguas se abrían y se cerraban.
Un niño corría detrás de una bandada de
paraguas y un hombre, más bien canoso, se
montaba sobre uno como si fuera un caballo
de tiovivo.
La verdad es que era la mar de gracioso.
Los paraguas hacían lo que les daba en gana.
Puede ser que estuvieran hartos de que
siempre les llevaran y les trajeran. Quizás
nadie se había dado cuenta hasta entonces,
pero tenían su temperamento. Y es bastante
posible que, cansados de no llevar las
riendas de su mango, hubieran decidido enviar
a los hombres de acá para allá a lugares
bien diferentes de sus planes.
Éstos son algunos de los casos que ocurrieron
aquella extraordinaria tarde:
Un hombre de corbata aterrizó a eso de
mediodía sobre la habitación de su hijo que
nunca veía porque trabajaba demasiado. Una
profesora de baile aseguró ver llegar volando
a una niña, amarrada a su paraguas, que tenía
prohibida la clase de danza por sus padres.
La niña sonreía. Hubo incluso quien asegura
que varias parejas, no bien vistas en la tierra,
planeaban festivas al ras de las nubes. Y que
un hombre sin hogar voló hasta el palacio de
la Moncloa, arrastrado por su paraguas roto,
y que allí estuvo durmiendo en colchón de
plumas hasta que todo hubo concluido.
Los paraguas, después de esto, se lanzaron
a bailar estrepitosamente, pisándose las varillas
y rozando sus entretelas. Lo pasaron tan
bien que daba gusto verlos. Pero de pronto, tal
como había empezado todo, ocurrió lo inevitable:
los paraguas se fueron quedando quietos
y cayeron sobre la calzada con un ruido de
motocicleta un poco triste.
La gente se sacudió el traje y los deseos.
Cada uno cogió el paraguas que le quedaba
más cerca y continuó su camino. Pero ya
nada volvió a ser lo mismo.
Desde entonces, cada vez que llueve, muchas
personas cruzan los dedos para que empiece
de nuevo la rebelión de los paraguas.
Mónica Rodríguez
•
es demasiada noche
Se te van rodando las palabras
como nudos de hierba que el viento arrastra.
No es cobardía escribir,
aunque todo pasa.
Hasta esta tarde que arañó tanto la luz,
hasta esos ojos que miran con tanto amor
se irán al olvido,
las bocas que besamos,
las promesas que incumplimos,
el vago verdor de la tierra en invierno,
el nombre de las cosas.
Esther Muntañola
•
la encontrada
una historia de rancheras
Ojalá que te vaya bonito
Vicente Fernández
La llamábamos «la encontrada» porque la
encontramos. Salíamos del cementerio,
un cementerio sin Edgar Allan Poe, cuervos
o fantasmas, un cementerio de los que forman
parte de la vida, con espuma verde y cepillos, un
cementerio de llevar claveles y recoger agua, y estaba
allí, destripada a la salida, sobre el montón de
las flores podridas. La vio mamá, que tenía un olfato
especial para descubrir lo valioso en medio de
playas, aceras y montones de basura. La cogió con
mimo, así como estaba, destripada y triste (con la
tristeza cotidiana de los cementerios que de verdad
existen, los cementerios donde enterramos
a nuestros muertos). Comprobó que no estaba
rota y la limpió. Volvió a enroscarle las tripas dentro
del cuerpo, hasta que quedó como nueva, alegre
y sonriente, aquella cinta de Antonio Aguilar
Desde entonces «la encontrada» pasó a ser la joya
de nuestras cintas del coche, con su cara b completamente
arrancada y su chorro de voz cantando
con fuerza y chulería. La caja de las cintas
del coche era algo importante, y como todo lo
importante mi hermana se encargaba de tenerla
siempre en orden, limpita y bien cuidada. En
esa caja estaba toda la educación sentimental de
nuestra infancia: romances, cantautores, rock
and roll y rancheras. En eso consistía nuestra idea
del mundo, en romances, cantautores, rock and
roll y rancheras. «La encontrada», con su nombre
de ranchera, en seguida encontró acomodo.
El rock and roll llegó por casualidad de parte del
tío L., los cantautores y los romances estaban ahí
desde que nacimos. Las rancheras eran cosa del
sur, eran cosa del abuelo de Canarias, que nos llevaba
en el Renault verde metalizado con asientos
de peluche a ritmo de los amores de Martina y los
caballos que ganaban carreras. Las rancheras eran
un signo inequívoco de vacaciones, como el 7up, el
conejo en salmorejo, los hibiscos o los cielos azules.
Aquellas cintas de gasolinera sonaban como trompetas
celestiales que anunciaban nuestra entrada en el paraíso,
en la libertad de un colegio desierto y los juegos de
sirenas en el agua salada.
Queríamos aquellas cintas con verdadero amor, con
ese del que se tiene antes de educación sentimental
alguna.
Un verano nuestra abuela nos las regaló.
Fue un regalo estúpido. Un regalo que nunca tuvo que
haber sido. Un regalo que enfadó a mi abuelo y a
nosotras nos dejó un agrio sabor de cosa prestada.
Mi abuelo se quedó sin cintas (luego intentamos
reparar el error de mi abuela en un mercado de
la isla) y nosotras adquirimos dos tesoros manchados
de sangre y de mentiras para nuestra caja.
Aprendimos aquellas canciones con canibalismo,
como intentando legitimar su posesión, pero
a partir de entonces empezamos a perder poco
a poco nuestro paraíso, hasta el día de hoy que,
con mi abuelo muerto, se ha perdido del todo.
«La encontrada» era un tesoro puro. Mi madre supo
verlo. Mi madre supo rescatarla. Mi madre supo
meterle las tripas dentro, y limpiarla, y dárnosla. Mi
madre, cuyas cenizas yacen en aquel cementerio,
bajo una lápida que no lleva su nombre.
Sibisse Rodríguez
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era Alicante,
podría ser São Paulo o
Lisboa hace años, ojo de cangrejo
en el césped, un ralo mirlo, noviembre
despojado, también la dama
bobita era mortal y el caballero
a rayas, cuello blanco
o corbata que habla sola
con el móvil, tomemos
una pausa, Sócrates, como quien
toma un recreo o finca para el reposo
Olvido García Valdés
•
como entonces, como siempre
Voy a pedir ayuda a la hermandad lejana.
Carlos Edmundo de Ory
Venid los justos de acción y de omisión,
los limpios de alma,
quienes tienen sucias las manos de cavar cimientos,
que vengan, como entonces, como siempre,
el poeta de la tribu y la cocinera
de las fuerzas de los mártires,
los de la palabra exacta,
los del abrazo presto,
venid,
venid aprendices de lo mismo y admirados maestros,
desconocidos compañeros de parecidas luchas,
las profetas,
las insultadas,
las inocentes,
venid las otras mujeres del corazón del hombre que amo,
primeras a las que salvar si se hundiera este barco,
los imposibles camaradas del insomnio
con quienes discutimos encendidos los leves matices
[de lo improbable,
venid
los que compartís el sueño y las penurias que arrastra el sueño
venid
como entonces, como siempre,
venid hermanas del abismo y de los brotes:
que está el cielo preñado de un presagio negro
y sea para vencerlo o para caer
mejor será que estemos cerca.
Laura Casielles
•
Faigamos coses que seyan
necesaries y pequeñes:
esta mañana apañé lleña seco
y la lleña devolvióme, hores más tarde,
el so calor.
Preparé arroz pa la comida
y l’arroz devolvióme depués
a los amigos,
la so voz agradecida.
Vamos facer coses que seyan
a un tiempu
xeneroses y pequeñes:
recoyer lleña, acaldar
bona comida
a los amigos, atizar
el fueu simplemente.
Y mientres, qu’el vientu
arrastre fuera
les fueyes y les rises,
la vida que pudo ser,
la vida que nos caltién, suspensos,
nel aire.
Pesie a too.
Berta Piñán
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