Llueve con fuerza tenaz,
abierta como una amenaza
de expansión arcaica.
¿El imperio del sol
descansa o, como Zeus,
se enmascara?
¿He de escribir que una
incierta cimera, exaltada, incontrolable
más allá de los vientos,
se muta en un torrente
de eslabones fluidos, indiscernibles?
No yo ahora: percibo las cesuras
donde, entre gota y gota,
pueda hendir el sortilegio
para que mis sombras
emerjan al espacio
en que poner el dedo,
pese a la espesura
temible de lo gris.
Allí, en la vivaz latencia
de la facundia de la luz.
El oro no es para las tetas coronadas
sino para alumbrar
el espasmo de su extinción solidaria.
Su plenitud pertenece a una airada
(y, por cierto, de acopiada materia
en el fervor de un equilibrio)
agitación de otros fuegos:
ojos que son manos, manos que serán
la alta alquimia de
la condenación del barro.
Aldo Oliva
Lluvia
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