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Paloma
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to J.de A.S.
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Sam tuvo que apresurar el paso para que el primer aguacero del verano le alcanzara
sólo con los gruesos goterones con los que empezó, que se aplastaban contra el negro
asfalto de la calle levantando un polvo espeso y sucio.
Se refugió en el pórtico de un cine, todavía cerrado a aquella hora de la tarde, cuando
la gente estaba acabando de comer o buscando la sabrosa aniquilación del breve sueño
de la siesta.
La luz había perdido todo el color del sol en unos minutos y tenía el aspecto apagado del
anochecer. Sam entró jadeando en el pórtico e inmediatamente se desinteresó de la lluvia
y del estado del cielo para asomarse a uno de los ventanales del cine, por el que sólo pudo
ver la espesa penumbra interior.
La mujer estaba pegada de espaldas a la pared de piedra gris y parecía mirar a la acera de
enfrente, donde había cuatro árboles de copa esférica que las gotas de lluvia golpeaban,
lavando el verde de las hojas.
-¿Te acuerdas de Belgrado? –preguntó la mujer. Cada vez que llueve me parece volver
a Belgrado.
Sam no supo si ella se dirigía a él, pero no había estado nunca en Belgrado.
No dijo nada: solamente pensó que, en definitiva, quién no lleva una doble vida. No tenía
ganas de hablar, ni siquiera de decirle a la mujer, si es que ella se había dirigido a él, que no
era el hombre de Belgrado.
Sam se acercó a la línea mojada de la acera, dando la espalda a la mujer. Seguía lloviendo
lo suficiente como para no plantearse abandonar el espacio cubierto. Quizá para justificarla,
Sam pensó que tal vez ella volvía de perder o de darse cuenta de algo. Y enseguida pensó
que, de este modo, incluía a la mujer en la categoría de las alteraciones emocionales o de
los trastornos afectivos: no podía dejar el asunto desabrochado, sin explicación, cuando,
en definitiva, ella tal vez se había limitado a pensar en voz alta, o a decirse a sí misma algo
que necesitaba escuchar.
-Dime –la oyó preguntar de nuevo- ¿te acuerdas de cómo llovía en Belgrado?
-Cada vez que llueve me parece que estoy en Belgrado –respondió Sam, que pensó que,
más que una realidad o el recuerdo de una realidad, ella estaba manifestando un deseo,
o el deseo de un deseo.
Se dijo que nunca nada se va del todo y que, en el lugar de la mujer, le habría gustado que
le respondieran como él había hecho. Apenas llovía y el color del sol estaba volviendo a la
luz.
-Cada vez que deja de llover, me parece que estoy de nuevo en Nápoles –dijo Sam.
-Entonces, ¿también te acuerdas de cómo dejaba de llover en Nápoles? –preguntó ella.
Él se dijo que la dicha está en esos huecos del cerebro que no tienen historia y que, por ello,
caben en ellos todas las historias.
-También me acuerdo de Nápoles –dijo Sam-, pero ¿sabes lo que más veces y con más
intensidad recuerdo?
-Dímelo –dijo ella.
-Del día en que nos conocimos –dijo Sam-, cuando un aguacero de verano hizo que nos
refugiáramos bajo el pórtico de aquel cine.
-Exactamente un año después, cuando ya estábamos en Belgrado, nació Paloma –dijo ella.
-Exactamente un año después –asintió Sam con una enorme sonrisa de satisfacción.
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A. Rodríguez Pacheco
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Paloma
En El color del sol y otros relatos
Ediciones Ángulo
Barcelona 1987
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