manuel vilas

 

las arenas de libia

 

 

 

madrid; ed. huerga & fierro, 1998

 

 

 

 

veintidós de febrero: pensamientos particulares
          en el aniversario de la ruptura entre kafka
                                                       y felice bauer

 

 

 

         I

 

 

La desértica iluminación, el corazón de una mujer,
el ultraje de almas, el mal, sus súbditos, célebres destinos,
consumados y lóbregos y torrenciales amantes,
ni una sola noche me acuesto sin rezarles,
sin abrazar esas figuras defenestradas de los altos limbos
de la vida lejos de Dios, de la vida regalada con liberales racimos.

Nada sacia, nada. Nada es bastante.
Mas no por ello desechemos los placeres convencionales:
un sexo tórrido y velludo, con ese sabor agonizante,
una comida al lado del mar, un baño en el lago de la sierra.

 

 

        II

 

 

He vivido media vida al cuidado de extraordinarias drogas,
en vitales y cultas alienaciones, estudiando, viajando, leyendo,
y ahora no sé cómo hacerme viejo sin terror, sin externos dramas
inútiles e ineficientes,
aceptándome; no sé cómo sobrevivir de aquí hacia adelante.
          El viernes voy al cine,
el sábado me cito con desconocidos. El lunes trabajo,
el domingo no le doy gracias a Dios: qué habría de agradecerle.
          Así es mi vida,
pero, aunque dura y sin interés, no concibo otra mejor y que me sacie:
de allí el envenenado, portentoso mal que me vence a todas horas.
No creas que tu existencia, insensato vanidoso, es mejor que la mía.
Y de eso se trata, de contarnos la vida con las luces de la muerte.

 

 

       III

 

 

El amor a las mujeres, a las más insatisfechas, obviamente.
Pero estas te cambian por su padre, que es el único
hombre de su vida, y llevan razón,y se hacen viejas
y se afean por las mañanas como el resto
y buscan lo que un hombre: fama, dinero, y vida eterna.
Pues lo peor de las mujeres es que son como los hombres.
Poco cambian de cintura para arriba, la misma final descortesía,
el malhumor longevo y bárbaro, y también se mueren.
El amor a un perro, que calla y camina.
Imagen de una inocencia que otro Dios alienta,
pero no encuentras tiempo para pedir un milagro.
El amor a un hábito, a una rutina ruinosa y cómica,
el amor a uno mismo, sin demasiada fascinación.
El amor a ellas, de cintura para abajo.
El odio a todo ser que aún siga vivo, tras la juventud.
El odio a uno mismo ofrece más respeto y dignidad.
Amor y odio a uno mismo, ilustres proyectos desbaratados.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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