vicente aleixandre
pasión de la tierra, obras completas, vol. I, aguilar, madrid, 1978, págs 173-240
Qué oscura la misión de amarte.
Las paredes de níquel no consentían el crepúsculo,
lo devolvían herido. Los amantes volaban masticando la luz.
Permíteme que te diga.
Las viejas contaban muertes, muertes y respiraban por sus
encajes. Las barbas de los demás crecían hacia el espanto.
Fronteras.
Dónde encontrarte, oh sentido de la vida, si ya no hay
tiempo.
Todos los seres esperaban la voz de Jehová. Las siete y diez.
La puerta volaba sin plumas y el ángel del Señor anunció a
María.
Puede pasar el primero.
La primavera insiste en despedidas, arrastrando sus
cadenas de cuerdas, su desnudez de ocaso como una sábana
de lluvia.
Alargar la mano a tres mil kilómetros de distancia, hasta
tocar la frente de cristal en que están impresos los azules
marinos, los peces sorprendidos.
Si yo quiero la vida no es para repartirla,
es solo para tener en orden los labios,
para no mirarme las manos de cera,
para dormirme a mi hora sobre una conciencia sin funda.
Cuento uno a uno los centímetros de mi lucha:
por ti, que no explicas la geografía más profunda.
Lo ignoro todo. No quiero saber si el color rojo es antes o es
después, si Dios lo sacó de su frente o si nació del pecho del
primer hombre herido. No quiero saber si los labios son una
larga línea blanca.
Oh amor,
¿por qué no existes más que en forma de trapecio?
Ni un grito, ni una lluvia, ni tan solo un dedo de Dios para
saber que está frío.
La nada es un cuento de infancia que se pone blanco en el
instante de comprender que la sangre no existe.
Por eso no quiero vestirme.
No se desea mi muerte: un proyectil disparado acaba
siempre tomando la forma de un niño, que aterriza y
acaricia el verde soñoliento con la misma inocencia con que
el puñal pregunta el nombre de las vísceras que besa.
Los ojos de los peces son sordos y golpean opacamente
sobre tu corazón.
Cuatro reyes, cuatro ases, cuatro sotas hacen una felicidad,
mientras el sol de plata amenaza con rasgarse sin ruido.
La aspereza de los párpados irrita la esclerótica hasta
deformar el mundo, incendiado de rojo, quemándose sin
que nadie lo perciba.
¡Flor, flor, flor, aparenta una sequedad que no posees!
Cúbrete de hojas duras, mientras el aire cae comprendiendo
la inutilidad de su insistencia.
Yo comprendo que el destino es impacientar las luces ante
el fruto redondo que ha de albergarse en el aire, para que le
acaricie sus fronteras, solamente sus límites, sin que su
hueso dulce entreabra su propia capacidad de amor, blanco,
lechoso, ignorante, y nos muestre sus suspicacias como una
interrogación que creciese hasta rematar su elástica curva.
Y un hombre que persigue perderá siempre sus bastones, su
lento apoyo.
En lugar de lágrima lloro la cabeza entera.
Me rueda por el pecho y río con las uñas, con los dos pies
que me abanican, mientras una muchacha estremecida
quiere saber si aún queda piel por los dos brazos.
Corramos, antes que los pelos del lobo, que los arbustos de
la catarata se detengan en su caída. Antes que los ojos de
este subsuelo se abran de repente y te pregunten. Corramos
hacia el espanto.
Si Dios no me acusa,
¿por qué el alma me punza como una espina?
¿por qué me saco del pecho este redondo pájaro que abre
sus luces en abanico y espía los rincones para encantarme
con su pausado jeroglífico?
¿por qué esta habitación, como una caja de música, se
mueve sobre las aguas e insiste plenamente en su bella
desorientación frente al crepúsculo?
Pero el oro en la palma de la mano fulgura una seguridad
tan grata, que yo comprendo que el sueño lo han inventado
los cansados, los de corazón mercenario, que golpeaba
como una moneda en una jaula.
Perdóname. Que cuando la tristeza se detiene a la entrada
de la esperanza adolescente no asomen todas las palomas,
las más blancas, con sus voces humanas, preguntando
sobre la ruta apasionada.
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