vicente aleixandre

 

 

pasión de la tierra

1928-1929 – 1935

 

I

 

 

vida

 

 

 

Esa sombra o tristeza masticada que pasa doliendo no
    oculta las palabras, por más que los ojos no miren
    lastimados.

 

Doledme.

 

No puedo perdonarte, no, por más que un lento vals
    levante esas olas de polvo fino, esos puntos dorados que
    son propiamente una invitación al sueño de la cabellera,
    a ese abandono largo que flamea luego débilmente ante
    el aliento de las lenguas cansadas.

 

Pero el mar está lejos.

 

Me acuerdo que un día una sirena verde del color de la
    Luna sacó su pecho herido, partido en dos como la
    boca, y me quiso besar sobre la sombra muerta, sobre
    las aguas quietas seguidoras. Le faltaba otro seno. No
    volaban abismos. No. Una rosa sentida, un pétalo de
    carne, colgaba de su cuello y se ahogaba en el agua mo-
    rada, mientras la frente arriba, ensombrecida de alas
    palpitantes, se cargaba de sueño, de muerte joven, de
    esperanza sin hierba, bajo el aire sin aire. Los ojos no
    morían. Yo podría haberlos tenido en esta mano, acaso
    para besarlos, acaso para sorberlos, mientras reía pre-
    cisamente por el hombro, contemplando una esquina
    de duelo, un pez brutal que derribaba el cantil contra su
    lomo.

 

Esos ojos de frío no me mojan la espera de tu llama, de las
    escamas pálidas de ansia. Aguárdame. Eres la virgen
    ola de ti misma, la materia sin tino que alienta entre lo
    negro, buscando el hormigueo que no grite cuando le
    hayan hurtado su secreto, sus sangrientas entrañas que
    salpiquen. (Ah, la voz: «Te quedarás ciego».) Esa carne en
    lingotes flagela la castidad valiente y secciona la frente
    despejando la idea, permitiendo a tres pájaros su apari-
    ción o su forma, su desencanto ante el cielo rendido.

 

¿Nada más?

 

Yo no soy ese tibio decapitado que pregunta la hora, en el
    segundo entre dos oleadas. No soy el desnivel suavísimo
    por el que rueda el aire encerrado, esperando su pozo,
    donde morir sobre una rosa sepultada. No soy el color
    rojo, ni el rosa, ni el amarillo que nace lentamente, hasta
    gritar de pronto notando la falta de destino, la meta de
    clamores confusos.

 

Más bien soy el columpio redivivo que matasteis anteayer.

 

Soy lo que soy. Mi nombre escondido.

 

 

 

 

 

 

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