EL ÓXIDO se posó en mi lengua corno el sabor de una desapa-
rición.

El olvido entró en rni lengua y no tuve otra conducta que el ol-
vido,

y no acepté otro valor que la imposibilidad.

Corno un barco calcificado en un país del que se ha retirado el
mar,

escuché la rendición de mis huesos depositándose en el descanso;

escuché la huida de los insectos y la retracción de la sombra al
ingresar en lo que quedaba de mí;

escuché hasta que la verdad dejó de existir en el espacio y en rni
espíritu,

y no pude resistir la perfección del silencio.

No creo en las invocaciones pero las invocaciones creen en mí:

han venido otra vez como líquenes inevitables.

La fermentación del verano se introduce en mi corazón y mis
manos se deslizan cansadas en la lentitud.

Vienen rostros sin proyectar sombra ni hacer crujir la sencillez
del aire;

sin osamenta ni tránsito, como si consistieran únicamente en el
contenido de mis ojos, en la unidad de mis palabras, en el es-
pesor de mis oídos.

Son obedientes y yo siento su reunión como una salud que se re-
fugia en la oscuridad.

Es una amistad dentro de mi mismo;

es un estambre urdido por manos que son suaves en el interior
de los días.

 

 

 

Ahora es verano y me proveo de alquitranes y espinas y lápices
iniciados

y las sentencias suben hacia las cánulas de mis oídos.

He salido de la habitación obstinada.

Puedo hallar leche en frutos abandonados y escuchar llanto en
un hospital vacío.

La prosperidad de mi lengua se revela en cuanto fue olvidado
durante mucho tiempo y sin embargo visitado por las aguas,

Éste es un año de cansancio. Verdaderamente es un año muy
viejo.

Éste es el año de la necesidad.

Durante quinientas semanas he estado ausente de mis designios,

depositado en nódulos y silencioso hasta la maldición.

Mientras tanto la tortura ha pactado con las palabras.

Ahora un rastro sonríe y su sonrisa se deposita sobre mis labios,

y la advertencia de su música explica todas las pérdidas y me
acompaña.

Habla de mí corno una vibración de pájaros que hubiesen desa-
parecido y retornasen;

habla de mí con labios que todavía responden a la dulzura de
unos párpados.

 

 

 

Ln este país, en este tiempo cuya pesadumbre se dibuja en lápi-
das de mercurio,

voy a extender mis brazos y penetrar la hierba,

voy a deslizarme en la espesura del acebo para que tú me ad-
viertas, para que me convoques en la humedad de tus axilas.

Aún hay luz sobre las ramas abatidas y mi valor se descubre en
sílabas en las que tú y los rostros actuáis como gránulos sil-
vestres,

como espermas excitadas hasta penetrar en la bujía del sonido,

hasta sumergir mi cuerpo en aguas que no palpitan,

hasta cubrir mi rostro con las pomadas de la majestad.

No es una glorificación, no es que la púrpura haya caído sobre
mis huesos;

es más hermoso y antiguo: alentar sobre el vinagre hasta vol-
verlo azul, adelantar un cuchillo y retirarlo húmedo de una
exudación que dignifica al esgrimidor.

Agradezco la pobreza para que la pobreza no me maldiga y me
conceda anillos que me distingan de cuando fui puro v legis-
laba en la negación.

Huelo los testimonios de cuanto es sucio sobre la tierra y no me
reconcilio pero amo lo que ha quedado de nosotros.

Estoy viejo de mí mismo pero hay estigmas. Han llegado los vi-
sitantes. Hay hormigas debajo de las llagas.

Siento la fertilidad que se refugia en la ira de mis cabellos y oigo
el deslizamiento de las especies que nos han abandonado.

He cesado en la compasión porque la compasión me entregaba
a príncipes cuyas medallas se hundían en el corazón de mis
hijas.

Yo haré con los príncipes una destilación que será nociva para
ellos pero excitante y dulce en la población como lo es el zumo
reservado en vasijas muy oscuras.

No recurriré a la verdad porque la verdad ha dicho no y ha pues-
to ácidos en mi cuerpo.

¿Qué verdad existe en el vientre de las palomas?

¿La verdad está en la lengua o en el espacio de los espejos?

¿La verdad es lo que se responde a las preguntas de los prínci-
pes?

¿Cuál es entonces la respuesta a las preguntas de los alfareros?

Si levantas una túnica encontrarás un cuerpo pero no una pre-
gunta:

¿para qué las palabras desecadas en cíngulos o las construidas
en esquinas inmóviles,

las convertidas en láminas y, luego, desposeídas y ávidas?

Y bien: ¿he sido yo alguna vez cínico como asfalto o pelambre?

No es así sino que el asfalto poseía mi memoria y mis exclama-
ciones relataban la perdición y la enemistad.

 

 

 

Nuestra dicha es difícil recluida en la belladona y en recipientes
que no deben ser abiertos.

Sucio, sucio es el mundo; pero respira. Y tú entras en la habita-
ción como un animal resplandeciente.

 

 

 

Después del conocimiento y el olvido ¿qué pasión me concier-
ne?

No he de responder sino reunirme con cuanto está ofrecido en
los atrios y en la distribución de los residuos,

con cuanto tiembla y es amarillo debajo de la noche.

 

 

 

La crueldad nos hizo semejantes a los animales sagrados y nos
condujimos con majestad y concertamos grandes sacrificios y
ceremonias dentro de nuestro espíritu.

Descubríamos líquidos cuya densidad pesaba sobre nuestros
deseos y aquellos lienzos y las escamas que conservábamos
de las madres se desprendieron de nosotros: atravesábamos
las creencias.

 

 

 

Todos los gestos anteriores a la deserción están perdidos en el
interior de la edad.

Imaginad un viajero alto en su lucidez y que los caminos se
deshiciesen delante de sus pasos y que las ciudades cambia-
sen de lugar: el extravío no está en él mas sí el furor y la inu-
tilidad del viaje.

Así fue nuestra edad: atravesábamos las creencias.

Los que sabían gemir fueron amordazados por los que resistían
la verdad, pero la verdad conducía a la traición.

Algunos aprendieron a viajar con su mordaza y éstos fueron
más hábiles y adivinaron un país donde la traición no es ne-
cesaria: un país sin verdad.

Era un país cerrado; la opacidad era la única existencia.

Ciego en la inmovilidad, como basalto dentro de basalto, me
poseyó el olvido. Éste fue mi descanso.

Permanecí, permanecí, pero mi obra es la retracción, la retirada
hacia una especie maternal
y la virtud de mis oídos se adelgazaba dentro del silencio.

 

 

 

¿Cuál es mi verdad? ¿Cuál es mi alimento sin vosotros? ¿Quién
juzgará a quien ha traicionado a la traición?

La pregunta es un ruido inútil en el idioma que sucede a la ju-
ventud.

Mi cuerpo pesa en la serenidad y mi fortaleza está en recordar;
en recordar y despreciar la luz que hubo y descendía y mi
amistad con los suicidas.

Reconoced mi lentitud y el animal que sangra dulcemente den-
tro de mi alma.

Vuestra limpieza es inútil. Ilumináis en las ejecuciones y la locu-
ra crece en este resplandor. Magnificáis a vuestros enemigos
y vuestra imprudencia comunica con sus designios.

Harías mejor abandonando, deshabitando un tiempo que se coa-
gula en la dominación.

¿Qué es la verdad? ¿Quién ha vivido en ella fuera de la domi-
nación?

Haríais mejor en residir en légamos. Yo no soy vuestro maestro
pero sí vuestra profundidad a la que quizá no llegaréis.

 

 

 

Pálidos judiciales: ¿qué sois, qué sostenéis ante los muros aborre-
cibles?

Es otra complexión, es otra cólera la que me concierne:

mi madre es fértil en la cobardía;

mi corazón, temible en la dulzura.

 

 

 

Mi amistad está sobre ti como una madre sobre su pequeño que
sueña con cuchillos.

No te pondré otra venda que la que está raída alrededor de mi
cuerpo, no te pondré otro aceite que el que descansa dentro
de mis ojos.

Ciertamente es una historia horrible el silencio pero hay una sa-
lud que sucede a la desesperación.

Acuérdate de la paz en los comercios abandonados, acuérdate
de la dulzura en las habitaciones donde se corrompía el olvi-
do. Nadie tenia razón ni esperanza, ¿qué podíamos hacer?

Ahora pasan vencejos entre el nogal 1F su sonido tiembla sobre mí.

Tu, lejos, duermes entre alaridos, hijo mío, tú que acostumbra-
bas a enloquecer a los maestros y a las mujeres que se desli-
zaban debajo de tus dedos.

Puedes venir a repartir los alimentos y las mentiras delante de
mi rostro. ¿Por qué quemas tu lengua en los vacíos excavados
en pómez, por qué te abres a las semillas implacables, a las
linazas adventicias?

Puedes cantar en mis manos pero te desdices encima de tu be-
lleza.

Harías mucho mejor acercándote.

El incrédulo habita en un mundo de plegarias. Hay resplandor
delante de sus ojos, los que estuvieron heridos por la indig-
nación.

Es más sencillo proceder de un país suntuoso, de una memoria
recamada de espejos —cada espejo con su vértigo, cada espe-
jo con su profundidad llena de frutos— pero, de todas formas,
desconfía de aquellas manos cuya blancura puede ser besada.

Es más sencillo despertar de un tiempo cuya hermosura no exis-
tió aunque se extendiera como un crepúsculo.

Acércate a quien se calienta con los excrementos de la justicia.
Nuestro honor consiste en no tener razón,

mi paz en avergonzarme de la esperanza.

 

 

 

Cada día tiene su metal, cada delincuencia su misericordia; el
arco del suicida es conducido por el movimiento de la tierra.
No me es posible decidir sobre la duración de la tempestad
pero tampoco lo deseo más allá de mis ojos.

Todas estas palabras deben entrar en tu corazón y, te lo ruego:

no pongas lombrices dentro de mi alma.

 

 

 

Mi memoria es maldita y amarilla como un río sumido desde
hace muchos años.

Mi memoria es maldita. Más allá, antes de la memoria, un país
sin retorno, acaso sin existencia:

hierba muy alta y dulce, siesta en la densidad: aquella miel so-
bre los párpados.

Era la exudación y penetraba el tiempo. Los insectos se fecun-
daban sin cesar y la serenidad nos poseía. Pero aquel tiempo
no existió: sucedió en la inmovilidad como la música antes de
su división.

Mi memoria es maldita y amarilla como el residuo indestructi-
ble de la hiel.

Yo extendía membranas sobre los gritos de la inutilidad. Ésta
fue mi justicia, pero ¿qué ha quedado de mi alma?

No me busques en la justicia. No encontrarás mi cuerpo en igle-
sias ni en profecías insufribles como los tábanos en la lengua
de los animales muy enfermos.

Mi amistad está sobre ti y tú no estás debajo de mi amistad. No
soy yo el despejado; tu hermosura es tenaz pero mi cansancio
es más profundo que tu hermosura.

 

 

 

En los establos donde me envuelve la oscuridad yo recibo a la
muerte y conversamos hasta que lame dulcemente mis labios.

No cs tu virtud sino la mía; no es tu acidez la que detiene a los
perseguidores; no son tus gritos en la extremidad,

sino mi corazón y su vergüenza, mi corazón

y la sonrisa de los torturados.

 

 

 

Tu soledad es ávida. Tu palidez fluye de ti y se divide en largas
médulas. En derredor no ves otra cosa que a ti mismo.

Como el animal que ha masticado su placenta y como las galli-
nas que le rodean con ojos giratorios, de ambas maneras es-
tás sucio en ti y alrededor de ti.

¿Por qué escupes dentro de tu alma? Mientes en la deposición.
Yo en tu lugar mentiría más dulcemente.

Si tu corazón pesase en sus insignias, si tu riqueza fuese tu can-
sancio, aceptarías respirar, descansarías de ti mismo.

Yo , en los manjares previos a la muerte, hallo mi lucidez. No
son más lascivos que tus lágrimas.

Siento mi calidad desnuda en su interior. Es líquida y he de cerrar
los ojos.

La aversión merodea como un perro amarillo pero mi desnudez
trabaja en la piedad

y sobreviene como leche hervida.

Tú extiendes flujo de otro modo; hueles tu enfermedad en otros
cuerpos. Nadie vendrá con una luz sobre tus llagas.

Tus uñas son azules sobre la misma madera que otros —los más
cansados— pulen cada crepúsculo, cuando se lavan muertos
en los patios y se recibe a la serenidad.

Mi desnudez es líquida hasta reflejar el rostro de los suicidas y
los mendigos duermen largos sueños con sus oídos puestos
sobre mi vientre y acaso escuchan la ira de sus madres pero
duermen.

Yo en tu lugar mentiría más dulcemente.

 

 

 

Tu cuerpo silba bajo los arándanos. ¿Insinúas la libertad de las
bestias protegidas por conducta de los vientos?

Librare de la libertad antes de entrar en mi.

Tú eres veloz y oscura entre los arándanos encendidos; eres pro-
funda y bella como un rostro en el agua; tu piel es dulce. Pero
mi lengua es sagaz

y tus oídos escuchan sin misericordia.

 

 

 

El silencio y sus círculos, el ácido que depositas sobre mi salud,

la suciedad hirviendo dentro de mi alma;

éste es el precio de la paz. Acuérdate.

 

 

 

 

Todas las pulsaciones comunicaban con tu cuerpo; la exudación
te amplificaba. Yo me detengo en el saúco abatiéndolo y se-
parándolo del esplendor, y cuando llego a ti te has retirado de
tus círculos: eras exacta en la limitación.

Es nocivo el deseo; vive en la anterioridad y su virtud es cesar.
Es confusión de la memoria.

No abras los cuerpos. Debes tomar los frutos antes de desear-
los. No puedo decir por qué pero estos juicios son deducibles
de la muerte.

De otra manera, si yo despierto y tus pezones manan sobre mi
boca y no sé tu nombre y me alimentas antes de abandonarme,

mi respuesta entra en ti y existe el tiempo corno una reunión de
aguas: estoy en ti y no he temido tu desaparición.

Si abres los ojos dentro de mi espíritu yo los ignoro pero son
grandes en la oscuridad.

No me persigas; no pongas leyes dentro de mis huesos. Estoy
naciendo del cansancio; no pongas leyes sobre mi madre.

Yo estoy naciendo en otra especie y el exterior es lívido. Mis
animales desconocen la delgadez de tus cuchillos y existen
números en mi alma que todavía no comprendo.

En mi saliva hay yodo y polución de alheña, pero mi lengua de-
colora sombras y enciende luces que no existían.

 

¿Qué sabes tú de la mentira, qué sabes tú de las sustancias so-
portables?

¿Cómo entraréis en mi paciencia? Mi lengua es vieja en dos cor-
tezas. Amo mas no deseo.

¿Cómo entraréis en mi paciencia? Incluso tú, si no envejeces,
¿cómo me entregarás tu juventud?

 

 

 

 

Las preguntas no existen en el idioma de la ocultación: todo
está dirimido.

Es perverso el idioma pero es enjundia de mi cuerpo.

Otros os engañáis con la esperanza.

En ciertos casos, mis palabras podrían atravesar tus labios, en-
trar despacio en tu existencia; no lo que dicen sino las pala-
bras mismas, su exhalación caliente como el amor.

Estoy hablando de la expresión, no de los gritos con que ocul-
táis la desnudez. Bajo los soportales estallan signos de impu-
dicia: ámame, decís al transeúnte, ámame antes de la muerte.
Y os entendéis en esta usura.

De otra manera, en otra lengua, yo te respiro sin encontrarte.
Eres incierta y ésta es tu plenitud.

Así es la edad, así es la forma de mi tiempo.

 

 

 

Tu voz en dátiles sangrientos surge de las sustancias distribuidas
sobre el mar

y su metal vuela en círculos, vuela con alas venenosas sobre ese
cuerpo ya dorado, ya ciego en frutos demasiado dulces.

El algodón, más verde que los relámpagos de la infancia, exha-
la augurios que oscurecen la descripción del mar, la descrip-
ción del mar bajo los ojos sin misericordia.

Y los aceites femeninos hierven en la celebración del verano.

 

 

 

Este es el día del calor. Al pie del muro deseado por un solo pá-
jaro —el portador de lágrimas en las tardes de hastío— miras
las urnas de la sal, la oxidación esbelta de los mástiles, la lon-
gitud mortal de las banderas.

Hay negación: heridas, líquidos procedentes del desprecio, la-
bios en las espaldas de tus hijas.

 

 

Obscenidad, dulzura fúnebre, ¿quién no bebe en tus manos
amarillas?

 

 

 

Puse la enemistad como un lienzo sobre tus pechos que eran
olorosos hasta enloquecer en sus círculos amoratados.

Puse la enemistad en tus cabellos oscurecidos por la persecución

y la enemistad se extendió también sobre mi juventud.

Resistí hasta que las visiones desaparecieron más allá de la nie-
ve que entonces existía

y después retrocedí a mis legumbres y a las miradas en que yo
soy reconocido.

No fue para consolarme aunque acepté monedas quizá más ne-
gras que las que existen en tu corazón,

sino para concertar sobre asuntos irremediables.

Es extraño que yo tiemble aún corno un instrumento de amor;

es extraño deducir aún amor en humedales tan ocultos, en agu-
jeros tan equívocos que hasta los mendigos orinan sobre
cualquier sospecha de fructificación.

Yo penetré en tus huesos. Más allá de mi fuerza, más allá de la
posibilidad,

retumbé en tu vientre: tantos días en ti hasta que tuve miedo;

tantas horas en ti hasta que tuve miedo;

 

tantos días hasta que comprendí que el miedo era el alimento de
mi patria,

el conductor de mi espíritu hacia una vejez en que la traición es
utilizada como estiércol y la mentira trabajada hasta que hierve
dentro de la boca.

 

 

Lai juventud me ha abandonado en esta delación.

Ahora, cuando existe una industria que cicatriza todas las ofen-
sas y aquellas fístulas cuyo color alcanza al de las flores que
fueron deseadas;

ahora, cuando sucedo a mi sacrificio y su hermosura está detrás
de mí,

vivo en un día digno de ser vivido. Pero sabido es que el animal
más veloz no alcanza a descansar debajo de su sombra.

Está bien, juventud: un día tuviste alas pero tan Sólo resta su al-
midón dorado y otros títulos polvorientos que yo podría dis-
persar mas no lo haré y por ello me serás fiel en tu mortaja.

Fin esta humedad viven máscaras diminutas, máscaras relucien-
tes como la dentadura del murciélago, y su horror es acepta-
do porque un agua frutal se manifiesta y su naturaleza está en
paz con lo que queda de nosotros.

Está bien, juventud, ¿por qué voy a olvidarte inútilmente?

Voy a pactar con tu desaparición y tú me serás dócil como man-
teca puesta sobre la garganta.

 

Éste es el único día digno de ser vivido ya que todos los otros
días fueron días de negación.

Los sacerdotes hicieron negación y los comerciantes y los hom-
bres de honor hicieron negación;

y hubo negación en los niños y en los que resistían la tortura
por causas justas y en los que estaban poseídos por la amis-
tad;

y los muslos que yo conocí con mi lengua se cerraron y los pezo-
nes que estuvieron en mis labios se endurecieron como sílice.

Hubo un tiempo habitado por madres y por iluminaciones pero
después sucedieron días en que los cuerpos se buscaban y
cada cuerpo acudía con su fuerza y entonces hubo delación
y algunos murieron y otros retrocedieron hasta sus madres

y las madres estaban ciegas en sus vientres

y no existía lugar en aquel país

y cada hombre lloró en esta enseñanza y abandono la ciudad y
no se supo de él durante mucho tiempo.

 

 

Cuanto ha sucedido no es más que destrucción.

¿Sabes tú lo que es la destrucción? No, no lo sabes porque tu
mirada era demasiado hermosa y no quisiste sobrevivida.

 

La cobardía es el único don de la imposibilidad y la cobardía
entró en mí y empezó a existir una dulzura que para vosotros
habría sido despreciable;

pero vosotros, aún más desposeídos, merodeáis en torno a mi
pobreza y no seréis rechazados ya que os recuerdo y estáis en
mi necesidad.

 

 

¿No sabes entonces lo que es la destrucción?

Ningún olor tuyo permanece y aquel testigo entre tus piernas no
fue salud en ti.

Tus gritos en la coronación, los que encendían las habitaciones,
yacen abandonados corno la camisa de las culebras.

Mi cuerpo sintió también la destrucción pero la miró con los
ojos de los padres y la mirada se deslizó más allá de la ver-
dad.

Yo sí supe lo que fue la destrucción y me alimenté con hierbas
escondidas y mastiqué mi nombre y conviví con las desapari-
ciones.

Entretanto, vosotros, jóvenes y veloces, no supisteis que la ver-
dad se extinguiría:

deslumbrabais a los tribunales y érais esbeltos en la eyaculación.

Poco después fuisteis dispersados y vuestra belleza no lució en
las pértigas.

 

Sólo hubo resistencia en aquellos cuerpos que antes habían sido
castigados y padecieron la incredulidad y se ocultaron en el
silencio.

 

 

Ahora os ruego que os acerquéis. He aquí los residuos. Su vi-
bración es aún abrasadora para lo que queda de vuestras ma-
nos;

yo exprimiré tinieblas sobre vuestros labios y la pobreza entra-
rá en vuestra memoria.

 

 

Hay azúcar debajo de la noche; hay la mentira como un cora-
zón clandestino debajo de las alfombras de la muerte;

hay otra negación; otra es la ley dentro de las esponjas que vo-
sotros aborrecíais;

otra es la ley en las estancias donde el miedo habla.

Donde viven los padres ofendidos.

 

 

 

Las hortensias extendidas en otro tiempo decoran la estancia
más arriba de mi cuerpo.

He sentido el grito de los faisanes acorralados en las ramas de
agosto.

En animal invisible roe las maderas que también están más allá
de mis ojos

y así se aumenta la serenidad y prevalece el olor de la mostaza
que fue derramada por mi madre.

Yo convalezco en sábanas limpias que me preservan de los in-
sectos y los cristales de mi infancia son causa de la imposi-
ción de una luz que les antecede en muchos días desde que
existió la solemnidad y la pureza.

En este espacio me he reunido con tu dulzura, la que traicionas-
te delante de mis ojos.

Ahora eres obsequioso y pacífico como el aceite que se reserva
para los agonizantes;

ahora me contienes con tus manos y me descubres todos los ges-
tos de tu rostro:

tantas veces pusiste la boca sobre las heridas, tantas te desdijis-
te como una liebre tenebrosa…

Asediado por un azufre que no podías soportar en los alimentos,

 

¡tantas me recibiste en tu mirada y me participaste una escritu-
ra de carmines abrasados,


tantas te desplomaste en mi existencia…! Fue una época damni-
ficada.


Tú invocabas al chamariz y hacías que los árboles se inclinasen
sobre nosotros en tardes inmóviles mientras la policía escri-
bía nuestros nombres.


Otros días cantabas poseído por el alcohol, que rebosaba azul
sobre las mesas desgastadas por la lejía.


Una senda de aulagas conducía hasta tu casa donde siempre era
invierno. ¡Ah cómo sentía tus dientes y cuánto tiempo te es-
cuchaba, cómo esperaba tu desaparición amándote!

 

 


No me dejaste otra señal que tu rostro celebrado por el llanto
de las mujeres.


A tu belleza se inclinaba la serenidad, viuda tuya desde hace
mucho tiempo, viuda expulsada de tus sábanas.


Esto fue cuando, atraído por el acónito, penetraste en sus cá-
maras;


esto fue cuando comenzó el olvido.


Tú distribuías la nostalgia de cuanto es honorable y concertado
con la pulsación de los pueblos.


No quisiste ser alabado por ello sino por el rencor, tu ciudada-
nía en aquel tiempo.

 

La ceniza de tus uñas se refugiaba en las escrituras y en aquellos
templos cuyas maderas están señaladas a cuchillo y con la
grasa de los animales torturados.

Tú, más veraz que yo porque me excedías en vigilancia,

me conducías a los lugares donde es posible saborear el carde-
nillo y el acero.

 

 

Durante un instante rne visitó un crepúsculo cuya profundidad
no me pertenece.

Regresé. Regresé hasta donde los padres son cautos y persegui-
dos en sus huesos,

pero no es éste el armisticio que yo compré sobreviviéndote.

Repito que ahora eres obsequioso y que me acompañas al espa-
cio en que las hortensias son persistentes.

Más allá, en los desvanes, siento un bramido de palomas: es un
país nupcial. ¿Conoces tú la virtud de las palomas en sus ex-
crementos?

En aquél y en éste te recibo y sólo así, mirándome en tu rostro,
el que se manifiesta a través de una membrana incorruptible,

no en el furor que predicaban tus dientes aunque Inc amases
dentro de mi madre.

En aquél y en éste te recibo y mi deseo es alimentarme con tu
metálica bondad pero también con los aromas que te sobre-
viven.

 

 

Siéntate en medio de las ruinas, siéntate con dulzura en el medio
o al borde de las ruinas.

Son nuestra única propiedad y yo comienzo a distinguir algunas
semillas y láudano y ciertos coágulos obedientes al ejercicio
de la luz.

De esta pasión, de los proverbios posteriores a tu vértigo, del
animal que llora y su piedad está sobre nosotros,

tú deducirías lacre y lo pondrías en mis ojos, o quizá limaduras
de níquel y otras materias aborrecibles.

Sin embargo tú amabas la suntuosidad de las banderas en el
azul, encima de las bodegas.

¿Sabes qué es el olvido? ¿Qué has encontrado tú en la reserva
del olvido?

To d a s las enseñanzas se extinguieron corno carburo en el fondo
de galerías inacabadas;

todas las enseñanzas menos la palpitación del bosque y algunas
huellas tuyas en mis manos.

El río desciende aún y yo no siento ahora sino el olor del agua.

Tus hijos y mis hijas se sumergen en el río y los que no olvida-
ron no se acercan nunca porque serían recibidos y quizá en-
trasen en nuestros cuerpos y morirían.

 

¿Has pensado en la paciencia, has pensado en la paciencia se-
mejante a ónice, en la paciencia excavando tumbas en el so-
nido, abandonando telas a los vientos que un día llegarán,
que llegarán después de las expulsiones?

 

 

La ciudad no está limpia; en los Odas hay irritación y el corne-
zuelo y el centeno cohabitan y crece un alimento que será co-
mida de nuestros hijos.

 

 

Yo no tengo esperanza sino una pasión cuyo nombre tú no vas
a decirme.

Yo no tengo esperanza sino una pasión cuyo nombre no va a to-
car tus labios.

He cruzado mi infancia y países de morfina y largos bosques en
los que descansé y grandes alas pasaron sobre mis ojos.

En los lugares a los que yo acudo al atardecer hay frutos muy
espesos de los que hago recolección y mis dedos son abrasa-
dos por las luciérnagas pero yo hago recolección y me demo-
ro en acudir a otros lugares, a las alcobas donde mi madre
envejece más allá de mi vejez.

Y las palabras, fiebre bajo las tégulas, grumos retrocediendo,
hieles que enloquecían bajo el disfraz del sueño,

¿qué son, qué hacen en mí cuando se ha extinguido la verdad?

 

De la verdad no ha quedado más que una fetidez de notarios,

una liendre lasciva, lágrimas, orinales

y la liturgia de la traición.

 

 

 

Las hortensias extendidas en otro tiempo decoran la estancia
más arriba de mi cuerpo.

¿Qué lugar es éste, qué lugar es éste? ¿Cómo estás aún en mi co-
razón?

 

 

Vi la muerte rodeada de árboles (árboles más esbeltos que el
llanto de tus hermanas), urces en el fulgor y la serenidad.

Vi sombra azul distribuida en sernas, sólo advertida por anima-
les tan antiguos como mi corazón, por emisarios muy cansa-
dos;

la deserción sobre la boca que yo amaba (grandes banderas ante
los espejos del suicidio)

y la esperanza dentro del acero.

 

 

 

El otoño se expresa en pájaros invisibles. ¿Qué harías tú si tu
memoria estuviera llena de olvido, qué harías tú en un país al
que no querías llegar?

Pesan las máscaras de la pureza, pesan los paños sobre las for-
mas de la patria.

La vergüenza es la paz. Yo acudiré con mi vergüenza.

 

 

Pasan los cuerpos hacia la tortura y otros son ágiles en las pos-
turas del amor, pero la sabiduría aumenta en cálices más pro-
fundos.

 

¿Qué harías tú si tu memoria estuviera llena de olvido? Todas
las cosas son transparentes: cesan las escrituras y cae lluvia
dentro de los ojos.

Nuestros labios envejecieron en palabras incomprensibles.

 

 

 

Días de labranza extendidos más allá de las aguas,

lenguas laborables y el centeno bajo el invierno:

asi es el mundo delante de mis ojos.

 

 

El ganado de vientre pasa sobre la nieve y el aceite llama desde
los establos.

En esta hora retirada, mientras actúa la nuez vómica como al-
godones exprimidos dentro de una llaga,

silban las cuerdas depositadas en mí alma, silban los números.

Mi cabeza arde en las profecías pero los dioses hablan de incre-
dulidad:

más sigilosos son que uñas bajo la nieve.

 

 

Ah días tardos, alas sobre el umbral, seres que me nombráis con
insistencia llena de aguas,

vuestra memoria está en mi crucificada corno la vianda del pá-
jaro verdugo:

pronto anochece y queda un sabor a muérdago corrompido.

 

Manchas de óxido, grasa sobre carbones, lienzos en las porcela-
nas purpúreas…

To d o s los signos pesan en mi corazón mientras mis hijas hablan
en los espejos,

pero la edad es corno el vaso del arrepentimiento.

 

 

Éste es el líquido que beberán mis labios.

 

 

 

 

Cada distancia tiene su silencio

y lápidas asistidas por animales portadores de calcio hasta des-
pués de la muerte.

Hay más memoria de su peso que de la ira de tu espíritu.

 

 

¿Gritan aún en el relente aquellos pájaros sin descanso?

No, no son éstos ni aquellas madres erguidas en el furor, ágiles
ante paredes ensangrentadas; no es la humedad extraída de
ojos que fueron grandes sobre cadáveres muy amados en las
alcobas encendidas hasta el amanecer.

No es ningún manto que hayas usado sobre tu corazón.

Coronado de yemas negras, corno el fresno en sus días de cla-
mor, ves las murias señaladas con las ventanas del presidio,
ves los márgenes de la extinción

y la pureza del error se dibuja con lentitud de alas más transpa-
rentes que su propio impulso, con lentitud más lívida que las
sustancias transmitidas en generaciones: sabor de cobre bajo
la lengua de los recién nacidos, sabor a fuego bajo la lengua
de los hombres más tristes.

 

Cada distancia tiene su descanso. No hay erección en los resi-
duos de la ira

y las mujeres no esplenden bajo los árholes de la quietud.

Qué signos quedan de las partículas del incendio. Aquellos la-
bios…

Y, en los almácigos, ¿quién en los almácigos, profundiza más
que en su corazón?

No maduraron frutos escondidos, no respigaron manos endure-
cidas en la inocencia.

La acusación, servida por las voces más puras, abre los manan-
tiales y ya es tarde.

 

 

 

Este país no fue abrasado por un viento, no fue raído por un re-
baño. Ahora

la perfección de la muerte está en mi espíritu.

 

Tu serenidad era la servidora del desprecio.

Como a animales sosegados, hartos de indiferencia, nos condu-
cías a la frecuentación de los notables y a las acacias inmóvi-
les sobre la oscuridad del río.

Tu suavidad purpúrea y tu murmuración eran dóciles. Te dete-
nías bajo las lámparas y los insectos blancos aparecían sobre
ti.

Como a espejos exhaustos, nos acercábamos y nuestros rostros
se revelaban al desaparecer.

Hay un relato y es la humedad que sucedió el mismo día de tu
muerte: tus largas túnicas solicitadas por mujeres o respeta-
das en los urinarios. Es lo que queda de ti: una ciudad más
ácida.

Ése eras tú: nuestras palabras aniquiladas en tus oídos.

 

 

Hubo denuncia y extensión de sábanas. Y ciertos pasos en el ex-
terior.

Alguien ha gemido mientras la noche cae sobre la ciudad.

¿Quién ha gemido tras el cinturón de álamos, en las praderas
excavadas, donde los hielos ciñen el pedernal?

La ciudad ha sido rodeada por un gemido.

¡Puertas clavadas ante mi, puertas de ocultación? Siento la in-
movilidad espesa como una sustancia.

Un olor a mercados crece bajo cl crepúsculo: grasa y laurel en las
maderas, tazas pesadas de alimento, telas usadas en la car-
ne, hierros muy fríos. Todas las cosas comunican miedo y los
caballos agonizan en campamentos muy lejanos.

Un olor a mercados es el olor de mi alma.

Vi grandes mujeres en los patios ( y aquellas lenguas que res-
plandecían).

Eran grandes y blancas. Más tarde, en las habitaciones, lavan
sus cuerpos y sus cabellos descienden.

Algunas madres demasiado viejas llegan hasta los postigos pero
son alcanzadas por hijas vertiginosas que las devuelven a sus
alcobas.

 

Así es el interior: sábanas extendidas y las ancianas en la icteri-
cia. Algunas lloran sobre palanganas o en el resplandor de los
braseros.

Y la defección de los hombres: los que cruzaron terraplenes y
los que poseen la ciudad, éstos cuya quietud es mortífera;

éstos —bajo los cueros aceitados— cuya mirada tiene la agilidad
del mercurio y andan protegidos por la belleza de las acacias

(los que silban en un cuchillo y los que alumbran en los alma-
cenes,

los que describen rostros con ademanes muy exactos).

De los desvanes baja un clamor de palomas. Es el sonido de mi
infancia.

Mis propiedades son débiles: un tejido de cáñamo, leche —azul
en los bordes— y la contemplación de los espías.

Éstas son las huellas de mis ojos, los contenidos de mi alma.

¿Quién ha gemido tras el cinturón de álamos? Hay noticias de
invierno y los perros copulan tristemente sobre la escarcha.

Una rama de espino ha penetrado en mi corazón y sin embargo
no he despertado de este sueño.

 

 

 

Una mujer, absorta en la blancura, ciega en lienzos inmóviles,
habla de mi en un tiempo conmemorado; dice mi nombre en
otra edad, bajo las hojas de un gran viento. Es madre de
muertos y este poder está en su lengua.

Como el acebo en un lugar de hielos, mi nombre aumenta en
formas invisibles,

y, sometida a aquel silencio, se abre la luz de la desaparición.

 

 

Temblor de cauces invertidos, gestos de rostros improbables;
eso queda de nuestros actos. Antes pasaron días; había san-
gre en la serenidad

y los días eran espesos en mis párpados.

Una mujer dibuja descripciones (el resplandor está en la muerte;
como el acero en largos filos, el resplandor está en la muer-
te):

la tierra hirviendo (aquel clamor sin ruido, y la sustancia en-
carcelada hirviendo. Una extracción de hombres hacia luga-
res fosforescentes, hacia los lavaderos comunales, bajo el mi-
lano del amanecer,

y, macerados en sus dientes, sacrificados en sus cálices, días bajo
las aguas infectadas.

 

La realidad se ahuyenta en estos labios tan sólo expertos en for-
mas invisibles.

Cesa el fermento de mi infancia; cesa el horror y su oquedad es
grande.

 

 

Tierra desposeída de sus tumbas, madres encanecidas en el vér-
tigo.

Es lo que queda de mi patria.

 

 

 

La acusación estuvo demasiado tiempo dentro de tu lengua.
Eres tardío como las sustancias destinadas a la dulzura.

Lames mi piel hasta que brotan signos y tus sollozos forman
bóvedas en mi corazón

pero mi piedad está habitada por animales muy esbeltos, por
animales persuasivos y otros versados en la fugacidad.

Sólo tü eres exterior y horrible: el que robó mis actos y no duer-
me;

el que está ciego en la serenidad.

 

 

¿Quién habla en ti, quién es la forma de tu rostro?

Guárdate de quien se alimenta con el perfume del suicidio, guár-
date de mi porque la negación ha tocado mi cuerpo.

Tu alma está fatigada pero eres alto en la fatiga: hablas a dioses
extinguidos.

No hay semejanza en ti: hay infección y fuego dentro de tu len-
gua y la pureza es tu enfermedad.

Subes hasta un lugar de espinos; tocas el borde del crepúsculo.

 

Eres tardío como las sustancias destinadas a la dulzura. No hay
semejanza en ti.

 

Yo he puesto días en mis ojos y mis acciones son corno el olor
de la resina en un lugar profundo.

 

Sólo vi luz en las habitaciones de la muerte.

 

 

La indiferencia está en mi alma. Es la vejez de la misericordia.

Ésta es la hora más antigua y mi corazón resbala hacia la astu-
cia.

Aún mis dedos son ágiles en las úlceras y alcanzan rostros pro-
tegidos por el desprecio pero mi lucidez está ofrecida a la
muerte.

Tú eres voraz en el crepúsculo:

tu resistencia es húmeda; tu lengua, fértil en mi boca;

sorbes el miedo con tus labios; tu desnudez es grande.

Pero el placer es máscara de la memoria.

 

 

 

¿Quién habla aún al corazón abrasado cuando la cobardía ha
puesto nombre a todas las cosas?

En los estercoleros interpuestos entre mi espíritu y la ciudad, en
los espacios de la confusión, y más allá, en las cocinas aceita-
das por la tristeza,

habla un ser perseguido; habla sobre las úlceras inmóviles. Su
alma ve en la falsedad, sus labios pesan en las pausas ilícitas.

¿Quién habla aún al corazón abrasado?

 

 

Un sonido en la muerte: mis oídos llenos de luz y las palomas
elevadas sobre los actos de la policía.

Como en aguas coléricas, mi rostro es bello en este acero: ah
multitud sin tasa, felicidad de la ira.

¿Y tú te ocultas, el habitante de mi alma?

¿Quién miente aún en el dormitorio de tu madre?

 

 

 

Hoy es el día de la reflexión luminosa, el día de despreciarme
dentro de tus ojos.

He temido tanto a la vida como a la muerte hay luz sobre esas
cajas vacías,

piedras en la cabeza de mi madre,

largas acusaciones bajo las cifras del invierno.

 

Los funcionarios y las viudas enmascaradas con la piel de sus hi-
los escribieron páginas incandescentes y tú dormías en sus
brazos; tú descansabas en sus brazos y la escritura penetró en
tu vientre.

Tú no soñabas con la libertad.

Hoy es el día de la reflexión luminosa y los vencejos contemplan
la expiación en las terrazas donde la claridad es perfecta,

donde me obligas a la lucidez sin causa.

Mas la dulzura azul —aquella sombra en el mercurio— y las alon-
dras que acudían a las ubres atormentadas se han deslizado
dentro de tus oí os.

 

 

Tú eres el día del desprecio.

 

 

La yerba como un silencio. La yerba atravesada por los insectos
tercos en la felicidad.

Este descanso que no cesa bajo las páginas soleadas… Vigilad
esa yerba.

Ésta es la luz acumulada por difuntos y códices atribuidos al in-
cesto, a las historias con animales fugitivos.

To d o es mortal en la serenidad; hay un país para el desengañado

y su visión es tan blanca como la droga de la eternidad.

Ti, en la despensa de los híbridos, abres el libro de la envidia,
lees cantos eléctricos aprendidos de tus hermanos, eres azul
en la indignidad.

Mi porvenir se aloja en el arrepentimiento. Ante tus jícaras va-
cías mi porvenir es partidario de los insectos.

Y el corazón pesa en obras agotadas,

 

 

¿Qué sabes tú de la mentira? Bajo la costra del hastío, en la ur-
ticaria del cobarde,

un metal distinguido, un racimo de uñas abrasadas

 

profundiza en la muerte. Es la pasión de la inutilidad;

es la alegría de las máscaras reunidas en el estudio de la yerba,
verdes y codiciables en los estuarios de la sombra,

única especie conciliada, única y resistente a la pericia del recuer-
do, a la censura de los hombres cansados; fresca como un grito
de alondra bajo las aguas.

 

 

Ah la mentira en el corazón vaciado por un cuchillo invisible.

 

 

 

La naturaleza de los cuerpos es fingir la existencia y este cono-
cimiento es el fin de mi espíritu rodeado por gallinas ávidas.

Lee en las láminas de vidrio: los argumentos del placer y los ca-
pítulos de la destrucción atravesados por una sola mirada.
¿Quién habla en esta transparencia?

Sólo es legible el libro de lo incierto.

El afilador que posee en sus cánulas una sola nota, clara como
una serpiente, creadora de la niñez en un espacio de hombres
vigilados, no es más feliz que su propia música destinada al
invierno.

Así era el rostro de tu madre.

Nuestra pasión es trivial: tina enseñanza atribuida a pájaros so-
bre la nieve, a los volúmenes cuya visión es la forma más per-
fecta de la tristeza.

Y la convicción crece únicamente en el paladar de hombres
aptos para la administración de la muerte, hombres cuyas
azumbres están llenas de líquidos más decisivos que el dolor,

Mas, los incrédulos, desposeídos de conducta, ¿qué iglesia luce
en nuestros gemidos?

Hay indicios en narraciones impecables: el vendedor de higos
chumbos cuya pobreza está bajo la luz y sonreía cerca del
cuchillo y la limpieza de su acto era una lámpara increíble,

una prueba exquisita de la inexistencia coronada de gritos en
la celebración del mercado.

O, en los jardines del verano, el muro quieto en la imposibili-
dad, externo a un espesor de líneas invisibles, un espesor do-
tado de melancolía.

O, más aún, en tu chaqueta abandonada y entreabierta, es decir,
en una forma que describe tu desaparición.

Esta perplejidad es la conciencia. El miedo ejerce de pastor, pero
no sabes más de ti que un animal absorto sobre el agua.

 

 

La contradicción está en mi alma como los dientes en la boca
que habla de misericordia.

1.a confusión está en mi alma y pienso en rice al deslizar mi len-
gua en las mujeres que se apiadan de mis ácidos. Mi salud es
lasciva ante esas grandes ventanas.

Estos enjambres… Y la blancura de tu espalda, el caminante cie-
go que vas delante de mí, o, en esas tazas pulimentadas por el
vértigo, el alimento azul, el preparado para la hora de la
muerte.

Largos silbidos llegan desde los patios. Yo escucho hasta la hora
más tardía y el mundo es oquedad y la hermosura de los
adulterios hierve en el fondo de los vasos de noche.

Así es la víspera de un día. La leche anuncia la mañana.

¿Quién ha entrado en mis oídos?

 

 

El olvido es mi patria vigilada y aún tuve un país más grande y
desconocido.

He retornado entre un silencio de párpados a aquellos bosques
en que fui perseguido por presentimientos y proposiciones de
hombres enfermos.

Es aquí donde el miedo ve la fuerza de tu rostro: tu realidad en
la desaparición

(que se extendía como la lluvia en el fondo de la noche; más len-
ta que la tristeza, más húmeda que labios sobre mi cuerpo).

Eran los días grandes de la traición.

 

 

 

Me alimentaba la fosforescencia. Tú creaste la mentira entre las
piernas de mi madre; no existía el dolor y tú creaste la com-
pasión.

Tú volvías a las hortensias

y sollozaste bajo la lente de los comisados.

Yo vi la luz de la inutilidad.

 

Mi boca es fría en las plegarias. Este relato incomprensible es lo
que queda de nosotros. La traición prospera en corazones in-
violables.

 

Profundidad de la mentira: todos mis actos en el espejo de la
muerte. Y los carbones resplandecen sobre la piel de héroes
aún despiertos en el umbral de la imbecilidad.

 

Y ese alarido entre cristales, esas heridas que no son visibles
más que en el instante del amor…

 

 

 

¿Qué hora es ésta, qué yerba crece en nuestra juventud?

 

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