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círculo de tiza

cuarta edición (ampliada):

febrero 2020

 

 

 

 

cincinnati

 

 

 

Llegué casi a la medianoche a Cincinnati,

media hora de taxi desde el aeropuerto hasta el

hotel,

y las luces de la ciudad al final de la autopista.

 

Al día siguiente vi el río Ohio y mi alma se

alegró.

 

 

Desde una colina vi el río dividiendo dos Esta-

dos,

a un lado Kentucky, al otro Ohio,

con sus puentes, sus barcos, sus camiones,

y abajo, el agua turbia, y los rascacielos de la ciu-

dad.

 

 

Decía por dentro la palabra Cincinnati,

como una oración, como una palabra sagrada

que le robara a la oscuridad un sol merecido.

 

 

Llamé a mi hijo pequeño a España para decirle

que

[estaba aquí,

en esta ciudad y al lado de este río,

y nadie descolgó el teléfono.

 

 

Vi que llevaba cuarenta llamadas realizadas.

 

 

Comí en un restaurante asiático,

comí arroz y un pez de agua dulce,

era un día primaveral, con brisa y luz,

y pensé ojalá encontrara trabajo aquí,

una casa, una familia, unos hijos, un perro.

 

 

Y decía todo el rato Cincinnati,

porque parecía una palabra sanadora,

porque parecía una palabra italiana,

porque parecía la palabra perfecta

para decir adiós a quien fui.

 

 

Después de comer hice la llamada cuarenta y

uno.

 

 

Me alojé en el Fairfield, un hotel agradable

en el barrio de la universidad, había gente joven

por las calles, di una vuelta y otra vez

dije Cincinnati, porque es una fiesta

esa palabra, un desfile de íes que bailan en mi

alma.

 

 

Quiero vivir treinta años más, Cincinnati,

quiero llegar a ser octogenario.

 

 

Hice otra llamada.

 

 

Hola, hijo, estoy en Cincinnati,

es una ciudad preciosa,

¿qué quieres que te compre, cariño?,

terminé diciéndole a la recepcionista

afroamericana del Fairfield en español,

y ella no entendió ni una palabra

y me miró con ojos incrédulos,

pero también apenados.

 

 

Abril del año dos mil dieciocho,

tengo cincuenta y cinco años,

y dije mil veces la palabra Cincinnati.

 

 

 

 

 

 

 

 

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