manuel vilas · calor · 1985
VI premio de poesía fray luis de león
64 páginas
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2009
1985
El 24 de diciembre de 1985 Manuel Vilas estaba de
guardia en el Cuartel del Regimiento de Infantería de
Barbastro, en donde cumplía el servicio militar. La guardia
nocturna se conocía con el nombre de “refuerzo”. Vilas era
cabo y por tanto su cometido en los refuerzos consistía en
distribuir a los soldados por las garitas y después regresar
al cuerpo de guardia.
Miguel Fernández Díaz, un soldado de reemplazo,
al que Vilas había dejado a las 22 horas en la garita número 4
(la más alejada del cuerpo de guardia) eligió ese momento
para pegarse un tiro en la boca.
Normalmente, Vilas ya no se acuerda de esto, porque fue hace
muchos años. Normalmente, Vilas ya no se acuerda de nada,
y tampoco sabe muy bien por qué se olvidan las cosas (imagina
que porque las cosas se deshacen en medio de la memoria).
Recuerda Vilas que se quedó mirando las salpicaduras en el
techo de la garita, iluminadas por la luz de una linterna. Recuerda
los expertos comentarios del capitán de guardia sobre la trayectoria
de la bala, las conjeturas sobre el boquete que se abrió en la
cabeza de Fernández Díaz. Era una bala de Cetme, que
convirtió el juvenil orden cerebral de Fernández Díaz en un
caos sanguinolento y acabado.
Piensa Vilas en lo que Miguel Fernández Díaz se ha
perdido a lo largo de estos últimos 22 años. Piensa Vilas que tal vez
vivió esos 22 años en las 22 milésimas de segundo que le costó
a la bala desatar el nudo caliente de la carne. Vilas se ve a sí mismo
como un radiante turista en el pasado. Al día siguiente, es decir,
el día de Navidad, vino el padre de Miguel Fernández. A su madre
no consiguieron encontrarla. No había móviles entonces. Nadie
sabía dónde estaba. El padre vino porque alguien le pagó el viaje
en autobús. Seis horas de autobús. Llevaba una bufanda.
No había móviles entonces, ningún sitio adonde llamar.
Claro que fui el último ser humano que vio vivo a Miguel Fernández
Díaz. En alguna instancia celestial tendrá sentido el hasta luego
que me dedicó con una dulce sonrisa impropia de aquella noche
oscura.
Un honor, sin duda, aquella sonrisa.
Un gran honor.
Pues, naturalmente, tanto Miguel Fernández Díaz como Manuel Vilas
Vidal fueron hombres de honor.
Y el honor es la vida.
¿Sabes?, tengo la extraña sensación de que fui yo el que cayó
esa noche en medio de las miles de balas del enemigo, en medio de
las ráfagas luminosas en el cielo de las playas de Normandía, en
medio de la metralla suprema, en medio de los obuses de aquella
artillería fantasmal en la noche caliente de nuestra juventud, y sé que
no pudiste hacer nada por mí, pese a que te jugaste la vida por mí,
y el enemigo cantaba canciones de gloria.
Bah, tío, estás loco, turismo y memoria, turista en tu propia
memoria. Pero ese chico, ese chico no tuvo suerte, y ese chico era
bueno, y yo tampoco tuve suerte y da igual. Ok, eso es todo, da igual.
Debe de ser eso lo que me está matando.
Porque es verdad que algo me está matando.
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