yo tenía un gato, quizá, tal vez tuve un gato gordo, castrado, que se fue
por su cuenta un día de lluvia: desde la ventana de la cocina lo vi partir,
sin comida, sin equipaje, por el centro de la calle, como un monarca, sin
volver la vista atrás.
entonces, y a nadie le importa cuándo fue entonces, yo tenía una posición
social, era el vicesacristán, el encargado de tocar las campanas cuando
el sacristán estaba ausente o enfermo o, simplemente, no le daba la gana
de hacer su trabajo. Aquella minúscula iglesia no tenía campanas, para qué,
solamente la borrosa grabación de un toque de campanas que sonaban
sin ningún orden cuando se apretaba un botón. Era la llamada para avisar
a los fieles de que ya podían acudir al infierno, minúsculo como la iglesia.
entonces, a nadie le importa cuándo fue entonces, yo era respetado, se me
tenía en cuenta como vicesacristán. Si no respetado, por lo menos no se me
despreciaba por sistema como antes y después de mi trabajo. Por decirlo así,
la gente necesitaba oír cada día el toque de campanas, y hasta el panadero,
que no iba al infierno, me daba los buenos días.
Se trataba del intrincado —y delicado— asunto de los roles y las funciones
y la producción social: mientras fui vicesacristán todo eso me incumbía y,
más aún, yo mismo incumbía a todo eso de manera unánime y conjunta
como agente social en toda regla.
El cartero me trajo una nota, sin sobre pero franqueada, que sólo decía:
«Ven enseguida Belarmina». Ahora bien, nunca me había llamado —ni en ese
momento me llamaba— Belarmina, y tampoco en ningún otro momento de
mi vida. Lo único extraordinario que podía hacer en respuesta a esa urgente
petición, era tocar las campanas, y toqué las campanas, lo que me supuso
en primer lugar una amonestación del sacristán titular y, casi inmediatamente,
una carta de despido firmada por el propio demonio, que era rubio como la
cerveza.
Sin desearme los buenos días, el panadero me dijo que Belarmina era ella,
la remitente, conocida en el pueblo porque era inmensamente rica.
«¿Inmensamente?», le pregunté al panadero Umberto. «Es una forma de
decirlo», respondió, «¿de decir el qué?», pregunté por mi parte, «que tiene
mucho, muchísimo dinero», aclaró.
yo tenía un perro gordo, castrado, camastrón, que se fue un día de viento:
desde la ventana de la salita lo vi marcharse; en la boca llevaba una bota vieja
con un hueso pelado dentro. Iba muy pegado a la pared izquierda de la calle,
y volvía la vista atrás una y otra vez, como si desease quedarse o no haberse
ido nunca.
Vinarós era entonces un pueblo de doce casas, a la orilla de un regato de
aguas sucias que bajaban entre unas pocas piedras enormes como recuerdos
prehistóricos. Estuve allí de excursión, un destemplado domingo de abril,
y no volví más, nunca más. Lo peor de aquel lugar fue tal vez el asunto
del bocata de caballa que había preparado en casa para la excursión, sabroso,
de inconfundible olor marino. Pues bien, entré en un bar para comerme el
bocata y pedí un agua con gas de Vichy, pero a la hora de pagar, el camarero,
un tipo azul, congestionado, se empeñó en que el bocata de caballa era
suyo, de su establecimiento, que me lo habían preparado ellos, válgame dios,
decirme eso a mí, que soy la madre natural de las caballas.
yo tenía un gato, otro, que era endeble y delicado, que había nacido para
morir, que era más mortal que cualquier otro gato. Se fue un oscuro día de
noviembre, lo vi partir desde la ventana de la buhardilla, con su paso indeciso,
inseguro, como si se fuera a caer en cualquier momento. Se llevó en la boca
una sardina de cuba demasiado grande para él, y se alejó de la casa
marchando en zigzag de una pared de la calle a la otra, sin volver nunca la vista
atrás.
Cansina y Pétalo eran una pareja sobria y sólida; amantes de los juegos de
azar y prácticos como dos ingenieros alemanes.
No se puede decir que se quisieran, era otra cosa, a la vez más y menos
que quererse.
«Petalillo, amor, nunca pensé que acabaría con alguien como tú» —le decía
Cansina— «eres justamente lo contrario de mi ideal de hombre, de mi hombre
ideal».
«¿En qué sentido, Cansi?» —le preguntaba Pétalo.
«En todos, Pé, en todos, no hace falta precisar».
«Y sin embargo…»
«Y sin embargo te quiero, o mejor dicho, como que te quiero; como que si
fueses otro no te querría o no te querría tanto».
«Ya» —dijo Pétalo.
«Cuando, en la hora azul del atardecer, pienso en ti, o mejor, en la sensación
de ti, me recorre un interminable escalofrío».
«¿Y si piensas en la sensación de mí a cualquier otra hora, Cansi?»
«Qué difícil eres, Pé. Pues nunca he pensado en ti a otra hora, ni se me
había ocurrido, ya ves».
«A mí me pasa al contrario» —siguió diciendo Pétalo.
«¿Y como es al contrario?» —quiso saber Cansina.
«Cuando pienso en ti a cualquier hora, no sé si pienso en ti o en otra persona».
«¿En otra mujer…?»
«No, no, en otra persona. Hay que incluir también a los varones».
«Pero entonces podrías querer al arzobispo de Sangüesa como me quieres
a mí… «.
«Cansi, mujer, no seas extremista. Claro que, ahora que lo dices, tuve
una extraña fijación con el camarero del Balazo, ya sabes, aquel que siempre
nos ponía de tapa una ración de mejillones».
«Molinos, se llamaba Molinos, y remaba por la izquierda, mejor: sólo remaba
por la izquierda, para él no había derecha».
«Pues hay más, Cansi».
«¿Más de qué?»
«Pues más veces en que no sé si pienso en ti o en otra persona».
[…….]
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