Los cobardes

 

 

Se dice que la cobardía mata el alma, pero es más bien un signo, una indudable señal

de que el cobarde tiene ya el alma muerta, muerta para enterrar, en plena descomposición

funeral, vamos.

También se dice que hay que ser muy libre o estar muy triste para no responder a una

ofensa.

Pero como aquí, entre nosotros, podemos contar a los que son muy libres con los dedos

de una oreja, hay que concluir que, entre los que no responden a una ofensa, sólo nos quedan

los muy tristes, que no son los que lloran o tienen ganas de llorar o se sienten como deprimidos

o desanimados, sino exactamente al contrario: son los que responden a todo que da igual, que

qué más da, que para qué, en una especie de resignación maligna o de anestesiada indiferencia

o de conformismo con carroña: la tristeza, como la cobardía, es una contravida, y no un estado

de ánimo, porque se puede estar tristísimo y perfectamente satisfecho o incluso estúpidamente

contento. La tristeza es la parálisis interior y la esterilidad.

 

Estamos en la región, en la zona, en el territorio fúnebre de los muertos, que parecen vivos

porque se mueven, pero por dentro están tiesos, rígidos como un pan de madera. El alma se

les ha quedado apenas en un charquito de mierda, de manera que sólo pueden llegar a animales

racionales –que no inteligentes ni sabios, si acaso listos o astutos o listillos, pero preferentemente

imbéciles–.

 

 

 

 

 

 

 

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