antonio gala: un álbum de familia
prólogo a
Historia gráfica del siglo XX
volumen VIII 1970 ~ 1989
la crisis de la energía
el entendimiento entre las grandes potencias
editorial Labor
2008
Mirar hacia atrás es un gesto peligroso. Sin embargo, para saber dónde se va hay
que saber de dónde se viene.
No puedo asegurar que la Historia sea reiterativa, o pendular, o simplemente inaccesible.
Si sé que no se trata de un libro que abarquemos con nuestras manos y hojeemos.
Se trata de algo que hacemos sin saberlo, formando parte de ella; en la misma medida,
por lo menos, que forma ella parte de nosotros.
Y sé también que cada hombre es una historia mínima, construida con mínimos capítulos:
una historia, a ciegas y no escrita, que —esa sí— no se repetirá jamás. Cada hombre, como
la Humanidad, es un continuum constelado de cicatrices de heridas que ni siquiera ha recibido
aún. Es curioso observar qué paralelos son individuos y especie; cómo una verdad personal
lo es también colectiva; hasta qué punto la antropología y la sociología son meros cinemascopes
del microfilme que es una vida humana; con qué rigurosidad la desarmonía general sobreviene
o se enlaza a las particulares.
Cuando la salud de un organismo lo requiere, debe sacrificarse cualquier miembro: un ojo o una
pierna o algo más. Y este principio de favor de la totalidad se aplica, cada día con mayor
fuerza, en las esferas supraindividuales. De ahí que no chocase que la década de los setenta se
presentara llena de penumbras: como años de sanción y penitencia, como un desmesurado
Miércoles de Ceniza.
Ni que fuese aceptada así con gratitud, porque, en definitiva, los alegres consumidores sintieron
—sienten— remordimientos y buscaron la absolución relevadora de ellos: esa bolsa de hielo y
compunción que calma las resacas. Yo no sé si los hombres se salvan o condenan de uno en uno,
o si es toda la Humanidad la que debe a la vez salvarse o condenarse. Ni siquiera sé en qué consiste
—si la hay— la salvación. Lo que sé es que todos la buscamos, nos demos cuenta o no. Y que todos,
por si ése es el camino, esperamos ansiosos que la vida nos remita sus letras de cambio a treinta,
a sesenta o a noventa días vista: para con nuestro pago lograr su exculpación.
Porque la vida, al contado o aplazadas, acaba siempre por pasar sus facturas: nada da que no cobre.
Incluso, en ocasiones, comete errores dolorosos, como el de traernos un montón de flores y retirarnos
luego todos los floreros, con lo cual una fragante hermosura se nos pudre en la mano y nos apesta…
Y así actúa el hombre, así actúan los pueblos y los siglos. Porque —lo dice Alfons Auer, el teólogo—
«el hombre se halla siempre en camino hacia un todo: el todo de sí mismo y el todo del mundo,
único lugar donde puede conquistar su propia plenitud». No sé si es sorprendente o no que
el hombre no haya llegado a la perfección humana. Teilhard de Chardin entendió que acabábamos de
levar las anclas que nos detenían en la edad de piedra. El hombre —cada hombre, la Humanidad
entera— es sólo una continua tarea de sí mismo; una continua evolución, que avanza y retrocede,
y retoma a avanzar. Tal, en el fondo, es la causa última de los años sombríos: una causa moral.
Transtornada a veces, porqué perseguimos no tanto la superación de la culpa cuanto la superación
del sentimiento de culpabilidad; ahí está la prueba de las neurosis de hoy. Las neurosis son desórdenes
del entendimiento o de la voluntad, que impiden que una decisión se tome libremente. Por eso la
psicoterapia trata del sentimiento, y el sacramento de la penitencia trata del consentimiento, o sea,
una decisión libre o en apariencia libre.
Y el hombre, en nuestra sociedad, cada vez puede decidir con menos libertad. Porque el campo
del yo, asediado y atosigado, no existe apenas. Esa es la causa de la decadencia del sacramento y
el auge de las terapias psíquicas. El hombre, hoy, en nuestra sociedad, es más un enfermo que
un pecador, y un enfermo no es susceptible de responsabilidades. Los que aún se confiesan acaso
anhelen, más que el ego te absolvo, la vicaria caridad de quien los oye. Hasta en el cristianismo del
siglo XIX, que en España aún coleaba en los setenta y aun ahora, se dio una enorme importancia
a la moral, de la que se pretendía hacer una técnica de la salvación. Pero el tiempo de las recetas
morales y sus largas casuísticas pasó definitivamente. Se inicia el tiempo del dinamismo ético, de una
moral evolutiva del hombre evolutivo. Con todas sus ventajas y con todas sus onerosidades. Leclerq,
el moralista, afirma: «Durante miles de años los hombres se han acusado y arrepentido de faltas de
las que hoy reconocemos que, en muchos casos, no eran culpables».
Durante esos años la Iglesia y la teología han manipulado, hasta sus últimos rincones, la vida
humana para imprimirle una huella cristiana, o quizá simple y desgraciadamente eclesiástica. Ahora,
sin embargo, el hombre deberá defenderse de otra invasión no menos peligrosa: la de la técnica y la ciencia.
Y deberá aprender que, al quedar más a salvo de constricciones eclesiásticas, el riesgo de su conciencia
personal crece implacable. Un riesgo que es a solas como debe afrontarse. Porque la ciencia y la técnica,
ancilares de la sociedad y no del hombre, sólo van a acompañar al individuo como suministradoras
de datos objetivos. Le informarán sobre sociología, biología, psicología, ciencia del comportamiento,
economía, planes de desarrollo, estadística.
De otra forma: le proporcionarán los datos posteriores a su existencia. Pero no le aclararán cuál es el
contenido de esa existencia, su sentido final, los caminos más ciertos —los que con más frecuencia se
extravían— de la auténtica libertad y el auténtico amor. Esos datos han de florecer dentro. Porque el hombre,
mientras vive, está solo. Amar es desvivirse.
De ahí que yo nunca creyera en la virtud exculpadora de los setenta, tan evidentemente tenebrosos.
La luz que debía alumbrarnos no la enciende el petróleo, ni brillará más la Luna porque haya
puesto el hombre su pie en ella. ¿Qué relaciones tiene el hombre con el mundo? Para Stefan Zweig,
Brasil era el más rotundo país del futuro, y fue precisamente en Brasil donde él se suicidó. Para Isaías,
el hombre es una gota de rocío en una brizna de yerba; pero para cada hombre su gota es lo más
importante de este mundo: un mundo que es, para él, solamente el reflejo del mundo en esa gota.
Se trata de conseguir un delicado equilibrio entre la Humanidad y el hombre. De eso deduzco que,
en el mayo francés de 1968, el lema más significativo fuera: «No queremos sobrevivir, sino vivir».
La gota de rocío se seca antes del mediodía: es lo que hace más esencial a la mañana. Porque,
en efecto, cada hombre vive sólo una vida, mientras la Humanidad vive la suya, que no es quizá muchísimo
más larga («A florecer las rosas madrugaron/ y para envejecerse florecieron:/ cuna y sepulcro en un
botón hallaron./ Tales los hombres sus fortunas vieron:/ en un día nacieron y expiraron;/ que, pasados,
los siglos horas fueron.»)
La diferencia más notable entre una historia y otra es la manera de contarla. La historia colectiva
se apresa en una red de grandes y abiertas mallas, que dejan escapar los minúsculos peces, las
sonrisas, las palabras más íntimas, los gestos de piedad. Esos gestos, esas palabras, ese temblor que,
para las historias personales, son la vida. Aprendamos a ver la historia de un siglo entero como la suma
de las historias de quienes lo habitaron. Aprendamos a ver la historia de cada uno de nosotros
con la plenitud y la perspectiva con que miramos la ancha historia del mundo. Sólo así tomaremos
en las manos un libro de Historia con la unción y la responsabilidad y la ternura con que tomamos
un álbum de familia.
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