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PÁLIDO FUEGO

Poema en cuatro cantos

 

CANTO PRIMERO

Yo era la sombra del picotero asesinado

por el falaz azur de la ventana;

era la mancha de plumón ceniza, y vivía,

volaba siempre en el cielo reflejado.

Y desde adentro también me duplicaba,

yo mismo, mi lámpara, la manzana en un plato:

corriendo la cortina, el vidrio oscuro

suspendía los muebles en la hierba,

¡y qué delicia cuando una nevada

ese atisbo de césped ocultaba

y entonces silla y cama se posaban justo

en la nieve, fuera, en la tierra de cristal!

 –

Retomar la nevada: cada copo a la deriva

informe y lento, opaco e inestable,

blanco mate y sombrío contra el blanco pálido del día

y abstractos alerces en la luz neutral.

Y después el doble azul gradual

cuando la noche une al que ve y a lo visto,

y en la mañana diamantes de la escarcha

expresan el asombro: ¿Qué espolonadas patas han cruzado

de izquierda a la derecha la página en blanco del camino?

Leyendo de izquierda a derecha en el código invernal:

una tilde, una flecha invertida… ¡Las patas de un faisán!

Belleza con gorguera, ortega sublimada

que descubres tu China justo tras de mi casa.

¿Era de Sherlock Holmes el personaje aquel

cuyas huellas retrocedían al invertir los zapatos?

Todos los colores me hacían feliz, incluso el gris.

Mis ojos eran tales que literalmente

fotografiaban. Siempre que yo lo permitía

o, con un temblor silente, lo ordenaba,

todo lo que caía en mi campo visual

—una escena de interior, las hojas de un nogal, los esbeltos

estiletes de una helada estalactita—

e impreso en mis párpados, por dentro,

quedaba rezagado una hora, o dos,

y entre tanto, me bastaba

cerrar los ojos para reproducir las hojas,

o la escena de interior, o los trofeos del alero.

 

No entiendo por qué podía desde el lago

distinguir nuestra entrada cuando iba

por Lake Road a dar clase, y ahora aunque no haya

árbol que se interponga, miro pero no veo

ni siquiera el tejado. Tal vez un recodo del espacio

ha formado un pliegue o surco desplazando

la frágil perspectiva, la casa de madera

entre Goldsworth y Wordsmith en su cuadro de verde.

 –

Yo tenía allí un nogal joven, favorito,

de amplias hojas jade oscuro y negro, y fino

tronco vermiculado. El sol poniente

pavonaba la corteza negra y alrededor, como guirnaldas

desatadas, caían las sombras del follaje.

Ahora es fuerte y rugoso; ha crecido bien.

Las mariposas blancas se vuelven lavanda cuando

atraviesan su sombra, donde parece mecerse

delicadamente el fantasma del columpio de mi hijita.

 –

La casa es más o menos la misma. Un ala

ha sido restaurada. Hay un solario. Hay una

gran ventana flanqueada de sillas fantasiosas.

El enorme sujetapapeles de la TV brilla ahora en lugar

de la rígida veleta tantas veces visitada

por el ingenuo, leve mirlo

que repetía todos los programas escuchados,

pasando de chipo-chipo a un claro

tu-ui, tu-ui, y luego a un grito ronco: come here,

come here, come herrr, meneando la erguida cola

o entregándose con gracia a una suave

ascendente pirueta y volviendo (¡tu-ui!)

en seguida a su pértiga, la nueva TV.

 –

Yo era muy pequeño cuando mis padres murieron.

Los dos eran ornitólogos. He tratado

tantas veces de evocarlos que hoy

tengo un millar de padres. Tristemente

con sus propias virtudes se confunden, y se borran,

pero ciertas palabras, palabras oídas al azar,

como «corazón frágil», siempre aluden a él,

y «cáncer de páncreas», a ella se refieren.

 –

Un preterista: el que recoge nidos abandonados.

Aquí estaba mi dormitorio, ahora reservado a los huéspedes.

Aquí, arropado por la criada canadiense,

escuchaba el murmullo de la conversación de abajo, y rezaba

para que todos estuvieran siempre bien,

tíos y tías, la criada, su sobrina Adèle,

que había visto al Papa, gentes de los libros, y Dios.

 –

Me crió mi querida, extravagante tía Maud,

poeta y pintora que gustaba

de objetos realistas mezclados

con grotescas ramificaciones e imágenes de perdición

Vivió para escuchar el primer llanto del niño siguiente. Su cuarto

lo hemos conservado intacto. Sus fruslerías componen

una naturaleza muerta a su manera: el pisapapeles

de vidrio convexo que encierra una laguna,

el libro de versos abierto en el índice (Luna,

Lunar, Luto, Luz), la guitarra abandonada,

la calavera, y un recorte del Star local:

Los Yanks baten a los Rex por 5 a 4, sobre

el Homero de Chapman, clavado en la puerta.

 –

Mi Dios murió joven. La teolatría me parecía

degradante, y sus premisas, inciertas.

Ningún hombre libre necesita un Dios; ¿pero era yo libre?

¡Con qué plenitud sentía a la naturaleza pegada a mí

y cómo amaba mi paladar infantil el gusto

mitad miel, mitad pescado de esa dorada cola!

Desde la infancia mi libro de imágenes fue

el pergamino pintado que tapiza nuestra jaula:

anillos morados alrededor de la luna; un sol naranja sanguina;

el iris doble, y ese raro fenómeno,

la irídula —cuando, extraña y magnífica,

en un cielo brillante, sobre una cadena montañosa,

una nubécula ópalo de forma oval

refleja el arco iris de una tormenta

montada en un valle distante—,

pues estamos muy artísticamente enjaulados.

 –

Y el muro del sonido: el muro nocturno

que un trillón de grillos levantan en el crepúsculo.

¡Impenetrable! A medio camino, en la colina,

me detenía avasallado por sus delirantes trinos.

Es la luz del Dr. Sutton. Es la Osa Mayor.

Hace mil años cinco minutos eran

iguales a cuarenta onzas de fina arena.

Mirar fijo las estrellas. Infinito pasado

e infinito futuro: por encima de tu cabeza

como alas gigantes se cierran, y estás muerto.

 –

El común de los mortales, diría yo,

es más feliz: ve la Vía Láctea

sólo cuando orina. Entonces como ahora

yo caminaba por mi cuenta y riesgo: fustigado por las ramas,

tropezando en las cepas. Asmático, cojo y gordo,

nunca hice rebotar una pelota ni empuñé un bate.

 –

Yo era la sombra del picotero asesinado

por la ficticia lejanía del cristal de la ventana.

Tenía un cerebro, cinco sentidos (uno de ellos único),

pero en todo lo demás era un engendro ridículo.

En mis sueños nocturnos jugaba con otros chicos,

pero en realidad no envidiaba nada, salvo quizá

el milagro de una lemniscata trazada

en la húmeda arena por las ruedas descuidadamente

diestras de una bicicleta.

 –

Un hilo de dolor sutil

que la traviesa muerte mueve, suelta después,

pero siempre presente, corre a través de mí. Un día,

acababa de cumplir once años, mientras tendido

en el suelo, contemplaba un juguete de cuerda

—un carrito de lata tirado por un muchacho de lata—

que pasaba entre las patas de las sillas

y se perdía debajo de la cama,

irrumpió de pronto el sol en mi cabeza.

 –

Y después la negra noche. Aquella negrura era sublime.

Me sentía disperso en el espacio y en el tiempo:

un pie en la cima de una montaña, una mano

bajo los guijarros de un arroyo jadeante,

una oreja en Italia, un ojo en España,

en las grutas mi sangre y en las estrellas mi cerebro.

Había sordas palpitaciones en mi Triásico; verdes

manchas ópticas en el Pleistoceno Superior,

y un estremecimiento helado en mi Edad de Piedra,

y todos los mañanas en mi huesecillo de la risa.

 –

Durante un invierno, cada tarde

me hundí en aquel desmayo momentáneo.

Y después desapareció. Se borró su recuerdo.

Mi salud mejoró. Hasta aprendí a nadar.

Pero como un muchachito obligado a calmar

con su pura lengua la abyecta sed de una mujer,

fui corrompido, aterrado, fascinado,

y aunque el viejo doctor Colt me declaró curado

de lo que, decía, eran sobre todo males del crecimiento,

la maravilla dura y la vergüenza permanece.

 

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 –

PALE FIRE

.

A Poem in Four Cantos

CANTO ONE

I was the shadow of the waxwing slain

By the false azure in the windowpane;

I was the smudge of ashen fluff – and I

Lived on, flew on, in the reflected sky.

And from the inside, too, I’d duplicate

Myself, my lamp, an apple on a plate:

Uncurtaining the night, I’d let dark glass

Hang all the furniture above the grass,

And how delightful when a fall of snow

Covered my glimpse of lawn and reached up so

As to make chair and bed exactly stand

Upon that snow, out in that crystal land!

 –

Retake the falling snow: each drifting flake

Shapeless and slow, unsteady and opaque,

A dull dark white against the day’s pale white

And abstract larches in the neutral light.

And then the gradual and dual blue

As night unites the viewer and the view,

And in the morning, diamonds of frost

Express amazement: Whose spurred feet have crossed

From left to right the blank page of the road?

Reading from left to right in winter’s code:

A dot, an arrow pointing back; repeat:

Dot, arrow pointing back… A pheasant’s feet

Torquated beauty, sublimated grouse,

Finding your China right behind my house.

Was he in Sherlock Holmes, the fellow whose

Tracks pointed back when he reversed his shoes?

All colors made me happy: even gray.

My eyes were such that literally they

Took photographs. Whenever I’d permit,

Or, with a silent shiver, order it,

Whatever in my field of vision dwelt –

An indoor scene, hickory leaves, the svelte

Stilettos of a frozen stillicide –

Was printed on my eyelids’ nether side

Where it would tarry for an hour or two,

And while this lasted all I had to do

Was close my eyes to reproduce the leaves,

Or indoor scene, or trophies of the eaves.

 –

I cannot understand why from the lake

I could make out our front porch when I’d take

Lake Road to school, whilst now, although no tree

Has intervened, I look but fail to see

Even the roof. Maybe some quirk in space

Has caused a fold or furrow to displace

The fragile vista, the frame house between

Goldsworth and Wordsmith on its square of green.

 –

I had a favorite young shagbark there

With ample dark jade leaves and a black, spare,

Vermiculated trunk. The setting sun

Bronzed the black bark, around which, like undone

Garlands, the shadows of the foliage fell.

It is now stout and rough; it has done well.

White butterflies turn lavender as they

Pass through its shade where gently seems to sway

The phantom of my little daughter’s swing.

 –

The house itself is much the same. One wing

We’ve had revamped. There’s a solarium. There’s

A picture window flanked with fancy chairs.

TV’s huge paperclip now shines instead

Of the stiff vane so often visited

By the naïve, the gauzy mockingbird

Retelling all the programs she had heard;

Switching from chippo-chippo to a clear

To-wee, to-wee; then rasping out: come here,

Come here, come herrr’; flirting her tail aloft,

Or gracefully indulging in a soft

Upward hop-flop, and instantly (to-wee!)

Returning to her perch – the new TV.

 –

I was an infant when my parents died.

They both were ornithologists. I’ve tried

So often to evoke them that today

I have a thousand parents. Sadly they

Dissolve in their own virtues and recede,

But certain words, chance words I hear or read,

Such as «bad heart» always to him refer,

And «cancer of the pancreas» to her.

 – 

A preterist: one who collects cold nests.

Here was my bedroom, now reserved for guests.

Here, tucked away by the Canadian maid,

I listened to the buzz downstairs and prayed

For everybody to be always well,

Uncles and aunts, the maid, her niece Adéle

Who’d seen the Pope, people in books, and God.

 

I was brought up by dear bizarre Aunt Maud,

A poet and a painter with a taste

For realistic objects interlaced

With grotesque growths and images of doom.

She lived to hear the next babe cry. Her room

We’ve kept intact. Its trivia create

A still life in her style: the paperweight

Of convex glass enclosing a lagoon,

The verse book open at the Index (Moon,

Moonrise, Moor, Moral), the forlorn guitar,

The human skull; and from the local Star

A curio: Red Sox Beat Yanks 5-4

On Chapman’s Homer, thumbtacked to the door.

 –

My God died young. Theolatry I found

Degrading, and its premises, unsound.

No free man needs a God; but was I free?

How fully I felt nature glued to me

And how my childish palate loved the taste

Half-fish, half-honey, of that golden paste!

My picture book was at an early age

The painted parchment papering our cage:

Mauve rings around the moon; blood-orange sun

Twinned Iris; and that rare phenomenon

The iridule – when, beautiful and strange,

In a bright sky above a mountain range

One opal cloudlet in an oval form

Reflects the rainbow of a thunderstorm

Which in a distant valley has been staged –

For we are most artistically caged.

 –

And there’s the wall of sound: the nightly wall

Raised by a trillion crickets in the fall.

Impenetrable! Halfway up the hill

I’d pause in thrall of their delirious trill.

That’s Dr. Sutton’s light. That’s the Great Bear.

A thousand years ago five minutes were

Equal to forty ounces of fine sand.

Outstare the stars. Infinite foretime and

Infinite aftertime: above your head

They close like giant wings, and you are dead.

 – 

The regular vulgarian, I daresay,

Is happier: he sees the Milky Way

Only when making water. Then as now

I walked at my own risk: whipped by the bough,

Tripped by the stump. Asthmatic, lame and fat,

I never bounced a ball or swung a bat.

 –

I was the shadow of the waxwing slain

By feigned remoteness in the windowpane.

I had a brain, five senses (one unique);

But otherwise I was a cloutish freak.

In sleeping dreams I played with other chaps

But really envied nothing – save perhaps

The miracle of a lemniscate left

Upon wet sand by nonchalantly deft

Bicycle tires.

 – 

A thread of subtle pain,

Tugged at by playful death, released again,

But always present, ran through me. One day,

When I’d just turned eleven, as I lay

Prone on the floor and watched a clockwork toy –

A tin wheelbarrow pushed by a tin boy –

Bypass chair legs and stray beneath the bed,

There was a sudden sunburst in my head.

 –

And then black night. That blackness was sublime.

I felt distributed through space and time:

One foot upon a mountaintop, one hand

Under the pebbles of a panting strand,

One ear in Italy, one eye in Spain,

In caves, my blood, and in the stars, my brain.

There were dull throbs in my Triassic; green

Optical spots in Upper Pleistocene,

An icy shiver down my Age of Stone,

And all tomorrows in my funnybone.

 – 

During one winter every afternoon

I’d sink into that momentary swoon.

And then it ceased. Its memory grew dim.

My health improved. I even learned to swim.

But like some little lad forced by a wench

With his pure tongue her abject thirst to quench,

I was corrupted, terrified, allured,

And though old doctor Colt pronounced me cured

Of what, he said, were mainly growing pains,

The wonder lingers and the shame remains.

[/ezcol_1half_end]

 

 

 

 

 

 

Vladimir Nabokov

De Pálido fuego

Canto I

Anagrama

Traducción de Aurora Fernández

 

 

 

 

 

 


 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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