el miedo
Se dice con razón que el miedo paraliza o mata el alma. Es una piedra circular que tiene cien
esquinas cortantes. El que permite que el miedo que siente decida por él, es un cobarde,
y a menudo acaba con todo el universo metido, a las malas, en la pobre temperatura de su vida:
se ha dejado llevar, sin más, por la miedosa inercia de sumergirse en la enorme cantidad
de basura variada que puede encontrarse en casi cualquier rincón del planeta.
Tal vez involuntariamente, claro, como las lombrices ciegas de ojos que avanzan bajo tierra.
Quizá lo peor del miedo sea precisamente eso: que todo se hace involuntario, inquerido:
sólo cabe tragarse lo que otros eligen o imponen, hasta que se acaba comulgando a todas horas
con ruedas de molino.
Cuando una lámpara se rompe, la luz yace muerta en el suelo: y eso es lo que hace el miedo,
rompe todas las lámparas y bombillas, incluso las rojas luces de emergencia y ya no queda ninguna
luz propia, sólo miedo.
Son muchos los que, a causa del miedo, están presos fuera de la cárcel, tal vez demasiados.
Han acabado convenciéndose de que eso que les pasa es la vida, toda la vida, todo lo que la vida
puede dar de sí o, con otras palabras: ya no caen en la cuenta de que su vida sería otra, mucho más
y mucho mejor, si se atrevieran a montarse en el caballo corcel que llevan dentro y manejaran
sus propias riendas y lo pusieran a galopar, lejos, fuera del miedo.
El cobarde, como no tiene vida propia, sólo puede esperar, y espera esperando, ni siquiera espera
viviendo. Muchas personas viven en un vacío, en una nada, porque hay que tener mucho valor para
atreverse a ver, a mirar la desesperanza, que es lo que el miedo deja a su paso: la cuerda del arco
está rota, descolgada, seca.
En súmula: al miedoso, al cobarde, no le queda nada: sólo sirve para ser arrojado a la tierra del
camino, como un desperdicio, para que los hombres lo pisoteen.
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